De Maragall a Montilla. Fin de una época en la política catalana

Dicen que en política los adversarios de uno se clasifican en enemigos, enemigos irreconciliables, y compañeros de partido. Seguramente ésa es la lección que habrá extraído Pasqual Maragall de su etapa como presidente de la Generalitat de Catalunya.
La decisión de Maragall de no presentarse como cabeza de lista socialista a las próximas elecciones autonómicas catalanas, pone punto final a todo un período de la política catalana y española contemporánea. Maragall era el último representante de una generación que, desde orígenes y perspectivas muy diferentes entre sí, lideró la Transición y afirmó en lo substancial los diferentes proyectos políticos aún vigentes en todo el país.
Desde la famosa foto de La Moncloa que selló el pacto Mas-Zapatero, Maragall ha sido un político con el cargo amortizado, o al menos eso es lo que pretendía el acuerdo cerrado entonces. En reciprocidad a la colaboración de CiU en desatascar el carro del Estatut –que ellos mismos habían metido previamente en el atolladero, a causa de la imposición de sus exigencias soberanistas en el texto aprobado por el Parlament-, se instrumentaba la devolución del poder político en Catalunya a quienes se creen sus legítimos detentadores, la derecha nacionalista catalana.
Una vez más, el PSOE ha incurrido en el error de imponer la supeditación de la política catalana a intereses estratégicos de alcance español. En realidad, al pactar con CiU el Gobierno Zapatero busca mucho más que un apoyo parlamentario en el que basar una nueva mayoría en Las Cortes. Lo que CiU le abre además es una vía de conexión y consenso con los grandes poderes que manejan España. Se trata de “calmar” a los grandes grupos de presión, alarmados por algunas iniciativas del gobierno Zapatero demasiado “izquierdistas” para su gusto. Ahí, en ese intento de tender puentes y establecer consensos con los poderes fácticos catalanes y españoles, es donde CiU resulta insustituible como socio.
Pero Maragall ha sido siempre un gato con muchas vidas, y aunque según parece desde la ruptura obligada del Tripartito el presidente catalán percibió claramente que sus posibilidades de optar de nuevo a la presidencia de la Generalitat eran muy reducidas, no ha cejado hasta el último momento de insistir en postularse como continuador de la obra iniciada hace dos años y medio, cuando el autotitulado “Gobierno catalanista y de izquierdas” desalojó a la derecha nacionalista del poder en Catalunya. Es por ello que Maragall apostó tan fuerte en el referéndum del Estatut: sabía que su futuro político estaba indefectiblemente unido al resultado de éste.
Aparentemente al menos, el domingo pasado Maragall ganó la apuesta. Es por eso que según dicen, la noche del referéndum el presidente catalán estaba “eufórico”. La derrota aplastante del “Frente del Rechazo” –como Josep Ramoneda ha llamado a los partidos del No al Estatut- había pulverizado cualquier oposición política previsible…salvo la procedente de su propio partido. Quedaba además el enorme agujero negro de la abstención, y ése también ha terminado pasando factura.
Y es que lo que finalmente ha decidido a Maragall a tirar la toalla ha sido la suma de dos factores: el acoso y derribo al que le ha sometido el aparato de su partido –y por tanto, la seguridad de que no podrá contar con él llegado el momento-, más la casi certeza de que el electorado catalán de izquierdas continuará quedándose en casa en número creciente cuando se celebren las próximas autonómicas. Demasiado riesgo junto. Las posibilidades de ganar eran mínimas, y Maragall ha debido pensar que no valía la pena jugarse el prestigio acumulado a lo largo de una dilatada carrera política apostándolo entero en una única convocatoria electoral.
Durante los dos días siguientes a la celebración del referéndum, Maragall ha intentado por todos los medios conseguir el apoyo de su partido, o al menos llegar a un pacto de no agresión con el aparato. De nada sirvió la intermediación de Narcís Serra, ni la propuesta del todavía President catalán de someterse a unas primarias internas. Tampoco el que ofreciera a José Montilla -primer secretario del PSC y caballo al que el aparato lo ha apostado todo-, formar ahora un tándem electoral que fuera allanando el camino de éste a una futura candidatura a la presidencia de Generalitat. Con todo, sólo se rindió Maragall cuando la noche del martes, en un último intento de llegar a un compromiso, llamó a Montilla y éste declinó atender la llamada por hallarse en una “cena importante”; el comensal de Montilla, por cierto, era el dirigente de ERC Joan Puigcercós.
Quemados todos los puentes, el miércoles Pasqual Maragall debía hacer pública su renuncia; y efectivamente la hizo, aunque obviamente a su manera. Iconoclasta y travieso, Maragall aprovechó la ocasión para devolver algunas de las humillaciones recibidas. Sucedió que mientras los medios informativos y la clase política hacían cábalas sobre el momento y el modo en que Maragall transmitiría oficialmente su decisión de no optar a un segundo mandato como presidente de la Generalitat, éste le dio la “exclusiva” a un niño de 12 años durante una visita a un colegio del barrio de Horta, en Barcelona; el chaval simplemente le preguntó al todavía President si pensaba volver a presentarse, y Maragall le contestó escuetamente: “no”. A partir de ahí, comenzaron las carreras en las redacciones y despachos de los medios y las reuniones de urgencia de los políticos. Pero una vez más, Pasqual Maragall les había vuelto a madrugar a todos.
Definitivamente, en las próximas autonómicas catalanas el cabeza de cartel socialista será José Montilla. Sobre el ex alcalde de Cornellà de Llobregat hay consenso amplio, aunque pocos se atrevan a decirlo en voz alta: Montilla no tiene ni la capacidad ni la preparación que requiere el puesto al cual opta, ni desde luego la calidad intelectual que es exigible para ostentar una dignidad semejante; en ninguno de esos terrenos resiste la comparación con Pasqual Maragall. Ambicioso y hasta un punto vanidoso sí ha resultado serlo José Montilla, y en dosis inesperadas en una personalidad tan menguada. En fin, un buen amigo mío y militante socialista que le ha tratado personalmente me manifestaba su asombro porque este hombre, vistas sus facultades y condiciones, hubiera llegado a ser promovido a alcalde de su ciudad; a partir del ejercicio de dicho cargo, a mi amigo cualquier cosa ya le parece posible en el futuro de Montilla.
Obviamente, parapetado tras José Montilla y tirando de los hilos estará el aparato del PSC con Miquel Iceta como mentor y manager del candidato, y aspirante por su parte al papel de gran muñidor de la política catalana durante los próximos años. La de Iceta es otra carrera política no menos sorprendente que la del actual ministro de Industria. Miquel Iceta es todo menos un personaje que pueda llegar a resultar atractivo en un escenario político normalizado: la encarnación pura del apparatchik gris y carente de relieve personal, tortuoso y maleable según soplan los vientos. Sabiamente enquistado en una maquinaria partidaria entregada con pasión al puro tacticismo, Iceta ha conseguido finalmente llegar a dominar todas las palancas. La desideologización en que hoy viven los partidos facilita carreras así.
Algunos sectores mediáticos afines han comenzado ya a propalar que el perfil “charnego” de Montilla movilizará a su favor el voto de las poblaciones y barrios inmigrantes (hasta diez puntos inferior a la media en el referéndum sobre el Estatut). Sería sencillamente milagroso que así ocurriera. Si Pasqual Maragall incorporaba a la candidatura socialista catalana un plus de votos –ciudadanos que nunca votarían socialista, pero que sí votaban a Maragall- por encima de los votos que el partido obtenía sin él, a una lista encabezada por Montilla es muy posible que le ocurra justamente lo contrario: conseguirá menos votos que los que el PSC tiene por sí mismo en las autonómicas. La imagen de persona no cualificada que proyecta Montilla pasará factura.
Paralelamente, parece más que probable que ese perfil que al parecer se quiere remarcar (“es uno de los nuestros, un inmigrante”) acabe por tener un efecto contraproducente, al actuar como movilizador de los sectores más xenófobos del nacionalismo catalán, dispuestos a evitar a toda costa que un “extranjero” presida la Generalitat.
El “efecto Montilla” puede terminar pues siendo un boomerang de ida y vuelta, que acabe saltándoles los dientes a sus promotores.
Ningun comentario