Negocio y fascismo en las gradas. El fútbol como paradigma social contemporáneo
Las declaraciones de Luis Aragonés, seleccionador nacional español de fútbol, refiriéndose al futbolista francés Thierry Henri como "negro de mierda", revelan en toda su crudeza la ideología de una parte importante de las personas que son actores principales en el mundo del fútbol. No es la primera vez que Aragonés se manifiesta tal como piensa –no hace mucho se le grabó cantando la letra fascista del himno español en los prolegómenos de un partido oficial-, y probablemente no será la última.
La polémica surgida a posteriori, en la que los medios de comunicación ingleses han atizado el fuego con todo descaro en tanto los españoles han intentado ocultarlo con desfachatez pareja, muestra en toda su crudeza el grado de manipulación y de miseria ética en que se desenvuelve el negocio futbolístico europeo.
En ese mundo, un personaje de extrema derecha como Aragonés no es ninguna rara avis. Todo lo contrario. Si lo es por contra un hombre como el holandés Guus Hiddink, que siendo entrenador del Valencia retiró a su equipo del terreno de juego al observar banderas nazis y otros símbolos semejantes en las gradas. Pero la mayoría de actores principales o participan de esa insania o simplemente no se atreven a enfrentarse a ella.
Apenas unos días después de las declaraciones del seleccionador español, y cuando la polémica suscitada aún no había amainado en los medios de comunicación europeos (aunque ya había sido apresuradamente enterrada en los españoles), el partido llamado amistoso entre las selecciones de España e Inglaterra ha levantado una nueva tempestad que, en parte, se alimenta de la salvajada de Aragonés. Durante todo ese partido, cada vez que un jugador inglés de raza negra tocaba el balón, el público, masivamente, le escarnecía imitando el sonido gutural de los chimpancés. El espectáculo duró todo el encuentro y fue, sin paliativos, bochornoso. Con seguridad, el partido debió haber sido suspendido por las autoridades de UEFA presentes; pero naturalmente no lo hicieron, pues ellos son tan cómplices como la Real Federación Española de Fútbol y el resto de organismos que manejan el tinglado futbolístico.
La cosa no finalizó ahí, y justo tres días después, en el transcurso del partido FC Barcelona-Real Madrid, el público del Nou Camp estuvo profiriendo ese mismo sonido gutural imitativo de los chimpancés cada vez que tocaba el balón Roberto Carlos, el único jugador negro que alineó el Real Madrid en el encuentro (el Barcelona tenía tres negros jugando, pero ninguno de ellos recriminó al público su actitud hacia el madridista).
Tradicionalmente se ha atribuido al fútbol-espectáculo de masas la condición de válvula de escape de tensiones sociales y políticas. Incluso se han escrito libros acerca del rol cohesionador de comunidades unidas bajo un mismo ideal futbolístico-integrador gracias a él, y de cómo en el pasado ha jugado roles substitutivos facilitando la expresión colectiva en ausencia de canales democráticos normalizados. En situaciones extremas de conflicto social o de tensión entre Estados se han llegado a producir situaciones dramáticas relacionadas con el fútbol, aunque era evidente que en realidad el origen del problema estaba en otra parte: un ejemplo del primer caso es el fenómeno de los hooligans británicos durante el socialmente frustrante (para las clases populares) mandato thatcheriano, y otro del segundo la llamada Guerra del Fútbol entre El Salvador y Honduras.
Sin embargo y contrariamente a esos precedentes históricos, en los últimos tiempos, y desde luego no sólo en España, el fútbol parece haberse convertido "per se" en generador de conflictos sociales e incluso políticos. Sobre el césped, en las gradas y en general en eso que se ha dado en llamar "el entorno" del mundo del fútbol, se crean modelos ideológicos y sobre todo de mentalidad y comportamiento que se transmiten con enorme rapidez a una sociedad ávida por incorporar cuanto proviene de sus héroes. No es casual que las grandes marcas publicitarias busquen la colaboración de las estrellas futbolísticas para anunciar productos más allá de lo estrictamente relacionado con el fútbol, desplazando a actores y músicos de ese estrellato propiciador del consumo de masas.
Que el fútbol es popular hoy hasta el extremo, lo demuestra –al menos en España- el que hasta no hace muchos años intelectuales y dirigentes políticos no osaran proclamar su gusto por él para no ser tildados de zafios y triviales, mientras que actualmente sucede todo lo contrario; incluso personas de esos ámbitos que reconocen en privado no estar interesados en el espectáculo futbolístico, se ven en la necesidad de proclamar públicamente su identificación con un equipo para hacer su imagen más "cercana" y popular.
Las causas de esa inversión son complejas, pero evidentemente poco o nada tienen que ver con el juego del fútbol en sí. Quizá un importante factor explicativo sea la irracionalidad que envuelve y domina todo ese mundo, una irracionalidad socializada y socializadora, que permite (¿exige?) la identificación (a veces a vida o muerte) con unos colores deportivos, cuya defensa por lo demás suele encomendarse a mercenarios pagados como condottieros renacentistas, y cuyo mantenimiento general se alimenta con ingentes sumas de dinero.
Este fuerte contraste entre sentimentalismo y cuestiones de orden práctico conforma, ciertamente, una mezcla explosiva, que por lo demás, nunca antes se había dado en las proporciones que ha alcanzado desde los primeros años noventa hacia aquí.
Con todo, la razón última, fundamental, de esa inversión reside en el triunfo avasallador y definitivo del fútbol-negocio sobre el fútbol-deporte. Hoy el espectáculo futbolístico ha adquirido la misma condición que definía los juegos de gladiadores y fieras para los romanos y las carreras de cuádrigas para los bizantinos: so capa de un espectáculo de masas que se ofrece "al pueblo", se mueven ambiciones políticosociales y sobre todo económicas de tal entidad, que sus beneficiarios son capaces de realizar cualquier esfuerzo para mantener a la mayoría de la sociedad agrupada, absorbida, y tensionada en torno a ése mundo. Y lo logran de un modo abrumador.
Para mantener intacto el fervor popular y la comunión colectiva con esta nueva religión que llamamos fútbol, una espesa "omertá" mafiosa –en la que participan de modo destacado los medios de comunicación especializados- recubre de silencio las sospechas sobre el amplio uso de substancias estimulantes dentro y fuera de los vestuarios, y pone sordina asimismo a las denuncias ocasionales de sobornos y arreglos de partidos.
En la base de este tinglado -engrasándolo con toda eficacia- y bajo el barniz del fútbol-espectáculo, circulan capitales ingentes a menudo asociados al blanqueo de dinero negro procedente de tramas inmobiliarias y de toda clase de tráficos. El fútbol en general y el español en particular son hoy un muladar, pero sobre todo son una máquina de reciclar y multiplicar dinero.
En suma, la violencia, el racismo, la xenofobia, el sexismo, el fanatismo y el irracionalismo general que emanan del fútbol actual, son subproductos de un paradigma cuya función básica es ante todo producir dinero, pero que también es aprovechado a fondo para conformar la mentalidad e ideología de los grupos humanos bajo su influencia.
Como paradigma contemporáneo, el mundo del fútbol ha pasado de escenificar la sociedad y representar sus conflictos a convertirse en proponente de modelos para ella. Estos modelos que ofrece no son sólo teóricos, sino sobre todo modelos de conducta y de actuación.
Sintetizando, cabría decir que la gente ya no grita y se pega en los estadios para desfogarse de los problemas sociales, sino que ha empezado a trasladar a la sociedad toda la bajeza de la que se nutre en e mundo del fútbol. Lo cual, ciertamente, es mucho más peligroso.
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