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Lo que queda del 23-F

El 24 de febrero de 1981, un periódico sueco tituló a toda portada: "un policía con gorro de torero asalta el parlamento español".

 

Cuarenta y ocho horas antes, un capitán de la Guardia Civil destinado en Murcia y comprometido con el golpe de Estado en ciernes, le comunicó a su esposa en plena madrugada que se iba a Madrid. Cuando la mujer le preguntó por el motivo de su marcha a horas tan intempestivas, el golpista replicó: "voy a buscar un ascenso".

 Con semejantes actores en la obra, incluso algo tan serio como un golpe de Estado no podía resultar otra cosa que una patochada que produce vergüenza ajena recordar.

En realidad, la pantomima del 23-F tampoco constituye precisamente una excepción en la larga historia del golpismo militar español: de la serie incesante de "pronunciamientos" militares del siglo XIX a la Sanjurjada de 1932, el ridículo ha acompañado en innumerables ocasiones a los golpes de fuerza militares en España.

 

Con todo, quizá nunca antes del 23-F quedó tan en evidencia que esos supuestos valores que se dicen propios de la milicia –honor, disciplina, valentía-, no son más que mitos recurrentes. Los golpistas del 23-F no sólo se comportaron durante su acción como la banda de traidores, rebeldes y fanfarrones que eran, sino que terminaron por mostrarse como unos cobardes y chivatos durante el juicio de Campamento. Ya en la mañana del 24 de febrero, cuando empezaba a hacerse evidente que el golpe había fracasado, la mayoría de guardias civiles ocupantes del Parlamento español huyeron por una ventana… llevándose la recaudación de la caja del bar del Congreso de Diputados (lo recuerda siempre que tiene ocasión el periodista Miguel Angel Aguilar).

 

Semejantes escenas terminaron por vacunar a la sociedad española contra toda conmiseración respecto a los protagonistas del suceso y sus intenciones. Al fondo, la experiencia atroz de la guerra provocada en 1936 por la sublevación militar franquista, no dejaba lugar a engaño sobre las intenciones criminales de quienes querían restaurar lo esencial de aquél Régimen fascista, liquidando mediante la fuerza bruta la incipiente democracia española. De haber triunfado los golpistas la carnicería represiva tal vez no hubiera durado mucho tiempo, pero sin duda habría sido de muy alta intensidad. Por cierto: si en el juicio de Campamento se les hubiera aplicado realmente a los golpistas el Código de Justicia Militar entonces vigente, habrían tenido que ser inmediatamente pasados por las armas.

 

El golpe contó con la complicidad por activa o por pasiva de la mayoría de altos mandos militares. Un ejemplo: en palabras del periodista José Oneto, dentro del CESID de la época (servicios secretos militarizados) se llegó a crear una unidad especial que trabajaba exclusivamente en la preparación y ejecución del golpe de Estado; tanto es así que una vez fracasada la intentona, siempre según Oneto, los agentes participantes sembraron bombas en una serie de edificios de Madrid como represalia, con la intención de atribuir su colocación a una organización terrorista activa en la época.

 

Cuenta Oneto que otro apoyo importante para los golpistas les llegó de EEUU. Las bases norteamericanas en España "e incluso la Flota", que usaba puertos españoles, estuvieron en estado de alerta desde varios días antes del 23-F; el embajador norteamericano en Madrid, Terence Todman, no durmió en su domicilio habitual la noche anterior al golpe militar. Por último, es conocida la manifestación de "neutralidad" de EEUU ante su desencadenamiento, explicitada ante los periodistas por Alexander Haig, a la sazón Secretario de Estado norteamericano.

 

Así, y contra lo que se ha dicho posteriormente, era perfectamente viable una "solución" de Junta de Gobierno cívico-militar "civilizada" (con Armada), e incluso una Junta Militar a la argentina (con Milans del Bosch); lo que resultaba imposible ya entonces era la restauración franquista pura y dura que pretendía el llamado "golpe de los coroneles" (el más virulento, mejor organizado y con mayor número de conspiradores comprometidos de todos, a la vez que el peor conocido). Si ninguna de esas opciones salió adelante fue más por los enredos, celos y desconfianzas entre los diferentes golpes que confluyeron en el 23-F, que porque encontraran una eficaz oposición.

 

De la trama civil se habló poco públicamente entonces, y en el juicio de Campamento sólo fue juzgado un civil, García Carrés, un jefecillo de pistoleros de los antiguos sindicatos únicos franquistas, al que se condenó a la ridícula pena de dos años. Se sabe sin embargo que la trama era enorme y abarcaba sectores financieros, empresariales, eclesiásticos y mediáticos, entre otros. Alfonso Guerra, en su libro de memorias ("Cuando el destino nos alcanza", editorial Espasa), se refiere explícitamente a quienes habían sido sucesivamente los máximos diririgentes de la patronal española tras el franquismo, Carlos Ferrer Salat y José Antonio Segurado, como financiadores del golpe, aunque unas páginas después él mismo lo ponga en duda.

 

Pocas personas trabajaron en esas horas para hacer fracasar la asonada. Con la mayoría de sus dirigentes políticos secuestrados, sin gobierno y sin parlamento, la sociedad española podía darse por descabezada, salvo en la cúspide. Sin embargo, el silencio de horas del Jefe del Estado no auguraba nada bueno, y aún hoy se sigue discutiendo el papel auténtico del rey en esta historia.

 

Entre quienes contribuyeron decisivamente al fracaso de la intentona golpista, merecen citarse los siguientes nombres:

 

Francisco Laína, director general de la Seguridad del Estado, un hombre eficaz, discreto, de plena confianza de Adolfo Suárez. Durante las horas en las que el parlamento y el Gobierno saliente estuvieron secuestrados encabezó, por encargo del rey, el llamado Gobierno de Subsecretarios, manteniendo así en funcionamiento la legalidad vigente.

 

José Antonio Sáenz de Santamaría, el general que mandaba la Policía Nacional, a la que desde el primer momento ordenó rodear el Congreso, impidiendo a los golpistas entrar y salir del edificio. Quizá era el único general con mando en ése momento de quien se podía asegurar su lealtad a la democracia antes que a cualquier otra cosa o institución. Sáenz de Santamaría ha sido el único militar de alta graduación que manifestó su convencimiento de "haberse equivocado de bando durante la Guerra Civil" (sic) -fue voluntario franquista a los 17 años-. A mediados de los años noventa, cuando más arreciaba la cacería político-mediática contra el gobierno González, se declaró públicamente socialista.

 

Los generales Gabeiras Montero, jefe del Estado Mayor del Ejército, y Quintana Lacaci, gobernador militar de Madrid, que posicionaron sus fuerzas desde el primer momento a las órdenes del rey (fueran cuales fueran esas órdenes, obviamente), y no al albur de los golpistas. Quintana fue asesinado por ETA más tarde, lo que da nuevas pistas sobre los verdaderos intereses a los que ha servido la violencia etarra durante la Transición y la democracia (algún día se conocerá con detalle quién ha manejado realmente este grupo terrorista).

 

Pero sobre todo, quienes pararon el golpe fueron las emisoras de radio, no en vano aquella del 23-F fue llamada "la Noche de los Transistores". Millones de ciudadanos siguieron los acontecimientos en directo gracias a la radio informándose de la verdad de la situación, y eso hundió a los golpistas; desde el primer momento, los Tejero y compañía perdieron la batalla de la imagen.

 

Contra lo que se ha dicho, el 23-F no fue el último intento de golpe de Estado, ni mucho menos. Al año siguiente, otra intentona fue desarticulada en el último momento; pretendía impedir que Felipe González formara gobierno tras ganar el PSOE por primera vez las elecciones, con mayoría absoluta, en octubre de 1982. Algún tiempo después otra trama militar intentó volar la tribuna presidencial de un desfile militar en Coruña, en la que tenían que haber estado el rey y el presidente González. Otras conspiraciones posteriores fueron menguando su capacidad de organización, y pronto dejaron paso a las tramas exclusiva o mayoritariamente civiles; a partir de mediados de los noventa, el Partido Popular y sus secuaces mediáticos, políticos y económicos ponen en marcha el llamado "golpe de Estado difuso", en definición de Ramón Cotarelo ("La Conspiración", editorial Bruguera), que llevará al poder al PP en 1996, inaugurando así la "rectificación de la democracia" que pretendían la mayoría de golpistas de 1982. En marzo de 2004 el PP intenta un autogolpe civil a lo Fujimori, con objeto de impedir el castigo de los electores por su actuación en las jornadas posteriores al 11-M y, en realidad, por todo aquello que hizo inevitables los atentados de Madrid cometidos en esa fecha, cuya responsabilidad en que llegaran a suceder atañe directamente al Gobierno Aznar.

 

Probablemente en la España de los albores del siglo XXI sea imposible un golpe militar salvaje al estilo del que se planteó un 23 de febrero de hoy hace 25 años. Pero la posibilidad de repetir su variante política, entendida como "enderezamiento" de una democracia supuestamente puesta en crisis por la acción de un gobierno no derechista, es absolutamente real. A falta de tanques y cañones, los neogolpistas manejan hoy armamento más sofisticado y probablemente más eficaz: divisiones mediáticas completas, el aparato de la Iglesia católica española, las patronales y el gran capital financiero…y desde luego sectores militares irreductibles, como recientemente hemos tenido ocasión de comprobar tras el mitin golpista del destituido jefe del Ejército de Tierra, teniente general Mena.

 

Así pues, el 23-F no está tan lejano com para que nos dessembaacemos alegremente de su memroia sin riesgo. Quien olvida, baja la guardia.

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