Necesitamos los papeles
El historiador Alberto Reig Tapia escribió hace tiempo que la guerra de España en realidad no acabó en abril de 1939, tras la victoria de los militares sublevados contra el gobierno español legítimo, sino en junio de 1977, con las primeras elecciones democráticas habidas en el país desde 1936.
Quienes vivimos aunque sólo fuera una porción de nuestras vidas bajo el régimen fascista nacido a consecuencia de aquella guerra infame, sabemos que Reig Tapia y otros tienen razón. Hasta las elecciones del 15 de junio de 1977, los vencidos –todos los españoles que creían en la libertad, la democracia y el progreso de la Humanidad-, fueron simplemente eso, vencidos y humillados, gentes perseguidas y obligadas a callar. Aún hoy muchos de ellos no saben ni dónde están sus muertos, aquellos que durante la represión brutal desencadenada por los vencedores fueron asesinados por decenas de miles –hay quien sostiene que por cientos de miles- en las cunetas de todas las carreteras y junto a las tapias de todos los cementerios de España, y enterrados luego en fosas comunes sin nombre ni referencia identificativa alguna.
Uno de los capítulos más vergonzosos de esa historia de horror, cuyo inicio tuvo lugar hace nada menos que 69 años, fue el saqueo implacable de los fondos documentales de instituciones, organizaciones y particulares realizado por el nuevo Estado franquista. Singularmente importante fue la incautación como botín de guerra de la documentación de toda la administración pública catalana y de los partidos, sindicatos, asociaciones, centros culturales y sociales, entidades de toda clase y hasta de archivos particulares catalanes. El interés de las autoridades franquistas por hacerse con toda esa enorme cantidad de documentos no era, obviamente, facilitar la tarea de los historiadores futuros; nacía por contra, tal como demostró el uso inmediato que se les dio, de su utilidad como instrumentos que hicieran más eficaz la represión: los listados de afiliados a organizaciones políticas y sindicales, por ejemplo, sirvieron para ir a buscar puerta por puerta a las víctimas. En ese contexto histórico-policíaco, es bien conocida (existen hasta documentos gráficos publicados) la visita que Heinrich Himmler, máximo responsable policial del Reich nazi, hizo en 1940 a Barcelona a fin de organizar la policía política franquista y la represión sobre los vencidos.
Luego, durante décadas, toda esa documentación, depositada por las autoridades franquistas en el Archivo de Salamanca, se cubrió de polvo. La desorganización y el desinterés en la custodia de los fondos duró como mínimo hasta la creación, ya en los años ochenta, del Archivo de la Guerra Civil. Anteriormente, los historiadores no podían acceder a ellos. No se sabe cuántos documentos ha podido destruir la humedad, por ejemplo; durante años, incluso, los guardias que los custodiaban alimentaban con esos papeles las estufas que les servían para calentarse en invierno.
En realidad, y hasta fechas muy recientes la documentación de la guerra depositada en Salamanca ni siquiera estaba catalogada desde un punto de vista archivístico. Aún hoy, parece que una parte importante de los fondos sigue sin catalogar.
La reivindicación del retorno de todos esos documentos es un clamor que en Catalunya se ha ido incrementando en los últimos años, y que ahora moviliza ya al conjunto de la sociedad catalana por encima de adscripciones ideológicas y partidismos, y más allá de oportunismos inevitables. Es nuestra Historia, nos fue arrebatada, y debe sernos restituída. Es una parte de nosotros mismos, en definitiva.
No hace mucho la televisión de Barcelona ofreció un reportaje en el que se abordaba este asunto. Para ilustrarlo, mostraron algunos de los documentos que permanecen secuestrados en Salamanca: uno de ellos lucía como encabezamiento el nombre "Comité de Defensa Antifascista de X…", el nombre de mi barrio. Pensé en cómo debía ser entonces X: un lugar pequeño, casi rural, annexado a la gran ciudad. Y pensé en los hombres y mujeres que lo habitaban hace casi setenta años, una representación de los cuales había firmado aquél papel constituyéndose en junta de defensa del barrio ante la sublevación militar de julio de 1936; un papel y unas firmas que, a la postre, unos pocos años después se transformaron con seguridad en la sentencia de muerte de todos ellos.
Hay que rellenar ese corte producido en la Historia con mayúsculas y también en nuestra propia pequeña historia de peatones de los grandes sucesos. Necesitamos que nos devuelvan esos papeles no sólo porque son nuestros, sino porque sin ellos no podemos seguir siendo: sin ellos no tenemos memoria.
Por favor, que nos devuelvan nuestra memoria y la de nuestros muertos.
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