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Barcelona se hunde y Madrid se quema: ¿Qué está pasando aquí?

Hace cosa de unos veinte años, cierta señora con cargo importante en el Ayuntamiento de Barcelona y nacida –cómo no- en el muy burgués barrio de Sarrià, me preguntó dónde vivía yo. Cuando le dije que en el barrio de X., me miró como si de repente un servidor se hubiera metamorfoseado en un aborigen australiano e inquirió perpleja: "Eso está más allá de la Sagrada Familia, ¿verdad?".

 Pues sí señora, X. está más allá del famoso templo gaudiniano inacabado. Igual que el barrio de El Carmel. Ambos están más allá de donde la ciudad termina, según el criterio de nuestros conciudadanos de la estupenda burguesía barcelonesa, esa que levantaba el Templo Expiatorio en lo que era la periferia de "su" ciudad décadas antes de que masas de inmigrantes interiores y exteriores se asentaran "más allá de la Sagrada Familia".

O sea que mucha fortuna no han tenido históricamente esos barrios, al menos hasta 1979, año de la llegada de la democracia municipal. A partir de ahí se introdujeron mejoras urbanísticas –y en lo posible, arquitectónicas-, cuya contemplación suele dejar asombrados a los vecinos más veteranos y sin embargo son asumidas como normales por los más jóvenes. En fin, ya es sabido que mejorar la calidad de vida de los barrios periféricos costó mucha autoorganización vecinal, muchas manis no autorizadas y hasta alguna sangre en otros tiempos. Pero los resultados, en suma, se dejaron notar.

 

Todo eso es lo que se ha venido al traste, al menos psicológicamente, con el maldito agujero de El Carmel. Los vecinos de ese y de otros barrios "más allá de la Sagrada Familia" han revivido tiempos ya casi olvidados; aquellos tiempos en que tuvieron que pelear duro para que las casas no les cayeran encima y para que las calles dejaran de ser barrizales. De repente todo ha sido otra vez como antes. Quizá muchos entre ellos piensen que su destino es inevitable, que cosas como los socavones de El Carmel sólo les pasan a los pobres, según cantaban los salseros hace unos años: "si naciste pa martillo, del cielo te caen los clavos".

 

Hace apenas unos días el presidente de la Asociación de Vecinos de El Carmel hablaba con lágrimas en los ojos de la ilusión de los vecinos porque el Metro llegara por fin a su barrio; y "fíjense lo que ha pasado después por culpa de esas obras", venía a decir el hombre. Efectivamente, esta no es sólo una tragedia material, que ya sería bastante, sino que ha sacudido además cosas más íntimas y delicadas. "Mi casa, mi castillo", dicen los ingleses, pero aquí los vecinos de El Carmel han visto como sus modestas viviendas eran laceradas y hasta aniquiladas en horas por la suma de tres factores: la desidia de los políticos, la incompetencia de los técnicos y la rapiña de los empresarios; gentes éstas cuyas residencias, por cierto, suelen ubicarse en lujosos pisos del Eixample, en torres con jardín de Sarrià y en robustas masías medievales en el Empordà; en todo caso, nunca en barrios como El Carmel o el mío.

 

Y luego vienen los papanatas a negar la existencia de las clases sociales.

 

La verdad pura y dura de El Carmel es que toda la gestión del proyecto desde su concepción en el año 2000 hasta la perforación del maldito túnel, ha sido una inmensa chapuza, que además resume paso a paso como se hace la obra pública en España. Ahí esta todo: el desconocimiento previo y el desprecio de la opinión de los vecinos cuando se planea la obra, la obsesión por abaratar costes (aunque luego se acabe pagando el doble), los concursos de adjudicación que siempre ganan las mismas empresas, las subcontrataciones en cascada subsiguientes, la falta de estudios reales del -y sobre el- terreno, las variaciones en el diseño original a capricho del político contratante de turno, las prisas para cumplir plazos para que puedan hacerse las fotos de rigor… En suma, es milagroso que casos como El Carmel no se produzcan a diario por toda la geografía del país.

 

Gracias a esa forma de proceder, tenemos ahora un problema que parece que trasciende con mucho las dimensiones de lo que se ha venido diciendo estos días. Ya no se trata sólo de que algunos edificios del barrio tendrán que ser derribados y que algunos otros más necesitarán ser rehabilitados: es toda la densamente poblada montaña de El Carmel la directamente afectada, como lo demuestra el hecho de que los vecinos del barrio de la Teixonera, a casi un kilómetro de la zona donde se han producido los socavones detectados hasta ahora, hayan comenzado a denunciar que sus casas se están llenando de grietas desde hace un mes. Si así fuera, si las entrañas de la montaña se estuvieran resquebrajando y El Carmel se estuviera convirtiendo en un gigantesco gruyere tachonado de socavones ocultos bajo tierra, estaríamos ante un desastre de proporciones colosales que podría acabar afectando a decenas de miles de personas.

 

El caso del túnel de El Carmel ejemplifica la distancia sideral existente en Catalunya entre el país oficial y el país real: mientras el primero suspira por conseguir selecciones deportivas, nuevas competencias político-administrativas y más recursos financieros que manejar, el segundo reza para que los bomberos no les hagan salir de casa a medianoche sin tiempo ni para recoger las fotos de la familia. Y es que como decía el gitano, "el mundo está mu malamente repartío"….

 

Lo de Madrid también tiene tela. Un emblemático edificio de oficinas situado en el centro financiero de la capital, arde como una tea y nadie puede hacer otra cosa que sacarle fotos y tirar manguerazos de agua a los bajos. A partir de ahí se acumulan los detalles raros: el Windsor, el edificio quemado, acogía un sinfín de prestigiosos bufetes (entre otras empresas), lo que va a provocar en breve la paralización de miles de procesos judiciales; en el momento de producirse el incendio (un sábado por la noche, para mayor sospecha), los sistemas antiincendios estaban desactivados porque el edificio se hallaba en obras, precisamente para instalar en él un nuevo sistema contra incendios; la rapidez conque ardió y sobre todo las dimensiones de las llamas que se produjeron sorprendieron a bomberos y especialistas técnicos, que no las creen propias del tipo de combustión (papel) supuestamente generador del incendio. Ya hay abierta una investigación judicial.

 

Con todo, lo más sorprendente es que una ciudad en cuyo corazón se han levantado rascacielos con verdadero frenesí durante los últimos 30 años, no disponga de planes de actuación en edificios altos para casos similares. Las escaleras de bomberos no sobrepasan nunca el décimo piso, y en Madrid en cambio hay una decena de edificios que rebasan los cien metros de altura; o sea que alguien ha estado jugando con fuego, hasta que al final se ha quemado. Ahora todo son prisas y proyectos de normativas locales y autonómicas concebidas a posteriori con la mayor de las urgencias, pero el esqueleto abrasado del edificio Windsor debería recordarnos que a veces el filo que separa la normalidad de la tragedia es más fino aún que el grosor de una hoja de papel.

 

A nadie se le oculta el golpe que representa lo sucedido para la candidatura olímpica de Madrid. Las opciones de la capital española, ya muy mermadas tras el atentado de ETA horas antes de la inauguración de ARCO, se reducen a casi nada tras este nuevo incidente, y sobre todo ante la absoluta falta de medidas preventivas que ha revelado. Si la responsabilidad última es del Ayuntamiento de la ciudad o de la Comunidad autónoma madrileña, es un puro tecnicismo que a muy poca gente le importa realmente.

 ¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué ocurren desastres como el de El Carmel o el del edificio Windsor?. Pues porque al parecer el barullo de Administraciones públicas solapándose entre ellas solo sirve para que unos por otros, la casa quede sin barrer. Los técnicos hacen de las suyas y los políticos o no se enteran o miran para otro lado; mientras, las empresas van a lo suyo: a sacar tajadas lo más substanciosas posibles aprovechando el guirigay.

 

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