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Miedo a volar

Muchas personas sienten pánico ante la idea de viajar en una aeronave. Se trata de un impulso profundamente irracional, aunque nazca de algo muy primario y arraigado en lo más hondo de nosotros mismos: el instinto de supervivencia.

 El nerviosismo ante el viaje se corresponde con la inquietud natural ante un cambio importante en nuestro entorno y modus vivendi cotidiano. Pero el pánico al avión surge de algo más injustificado y probablemente atávico, cual es el despegar los pies del suelo.

Alguien a quien daban pánico los aviones dijo que si Dios hubiera querido que los hombres volaran, les habría dotado de alas. Dejando a un lado el espinoso tema de la planificación divina del ser humano y sus circunstancias, es innegable que durante una inmensa mayoría del tiempo que los hombres actuales y sus ancestros llevan sobre el Planeta Tierra, nadie ha levantado los pies del suelo más allá de lo que por su propio impulso físico podía alcanzar, que es más bien poco.

 

La aparición de la aviación comercial vino a despejar el problema: cualquiera que pueda pagar un billete, puede volar. Los cielos a disposición de casi todos. Y con ellos, la posibilidad de desplazarse vertiginosamente, a una velocidad no alcanzada por los artefactos que reptan sobre la superficie terrestre. Una maravilla.

 

Y sin embargo, tenemos miedo a volar. No confiamos ni en la tecnología ni en los humanos que conducen esos aparatos por los aires. Cualquier piloto puede sufrir un infarto, cualquier piloto puede volverse loco, cualquier piloto puede ser un terrorista. Cualquier avión puede tener una avería técnica irremediable en pleno vuelo que sea determinante para que la máquina se venga abajo.

 

Pensamos en esas cosas y nos aterrorizamos. No confiamos ni en nuestros semejantes ni en nuestras creaciones.

 

Un factor nuevo se ha venido a sumar como justificante del miedo a volar: el terrorismo aéreo, y más concretamente, el terrorismo aéreo islámico. Podría decirse que algunos atavismos de nuestra mente se han puesto al día, y quizá por eso aún nos da más miedo volar: en el imaginario colectivo occidental, el moro armado de cimitarra que ataca el castillo cristiano ha cambiado su arma obsoleta por sofisticados explosivos o, directamente, por el control de los mandos de un avión secuestrado. Terror con solera antigua, en suma, pero dimensionado exponencialmente aprovechando los últimos avances técnicos.

 

Y sin embargo casi nadie piensa en las propias compañías aéreas. Es a ellas a quienes deberíamos tenerles pánico. Las compañías aéreas que en aras de la "competitividad" no solo prestan unos servicios cada vez más reducidos y de peor calidad, sino que nos obligan a pagar cada vez más dinero por ellos.

 

Si alguna inseguridad real existe en el hecho de volar, es precisamente la que se deriva de las políticas que triunfan en la pura gestión empresarial de las compañías aéreas: significativamente, la brutal reducción de costes (salariales, de mantenimiento, de inversión) a que las compañías aéreas someten a sus recursos humanos y a las aeronaves. Los instrumentos de aplicación de esas políticas consisten en duras reducciones de plantilla y sobrecargas de servicios para el personal de vuelo, revisiones de las aeronaves escasas y superficiales, sobreuso de éstas y envejecimiento de las flotas, desaparición del catering o su reducción a la mínima expresión, etc.

 El pasajero es consciente de que el zumo de sucedáneo de naranja a bordo es cada vez más escaso y peor, y de que en algunas líneas aéreas y en determinados trayectos ya te hacen pagar directamente por él o por la bazofia que acostumbran a servir en vez de comida (aunque el precio del billete no haya disminuido sino que por contra, no cese de incrementarse). Pero rara vez el pasajero se interroga sobre las condiciones de seguridad reales en que se realiza el vuelo; si así lo hiciera, probablemente el "miedo a volar" tendría características de verdadera epidemia mundial.

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