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?El pianista?, Polanski devuelve toda su verdad al Holocausto

La obra cinematográfica de Roman Polanski es, ya desde los inicios en su Polonia natal, uno de los conjuntos de referencia del cine contemporáneo. Casi ningún género es ajeno a su filmografía, y en casi todos ha dejado profunda huella. Sus títulos se articulan a modo de un puzzle diverso pero que una vez reunido, nos devuelve la imagen de un hombre reflexivo, progresista y preocupado por su tiempo, en fuerte contraste con la aureola de play boy inconsciente que ha acompañado su vida personal desde que se convirtió en un personaje público.

 

Como director, y al igual que en el caso de Stanley Kubrick, Polanski gusta de clavar su mirada incisiva sobre temas que otros han dejado aparentemente trillados, pero que él recupera con vigor desnudándolos de todos los lugares comunes con que directores adocenados y limitados los han recubierto en filmes anteriores, y devolviéndoles así su pureza y energía.

Si con “Espartaco” Kubrick fue capaz de transformar lo que debía haber sido una película de “romanos” cualquiera en el más hermoso grito por la libertad jamás rodado, Polanski con “El pianista” (estrenada en España en diciembre de 2002, y proyectada en televisión por TV3 el viernes pasado), devolvió toda la dignidad cinematográfica a un tema hasta ahora abordado demasiado al gusto hollywoodiense: el Holocausto judío.

 

En los últimos años hemos visto como Steven Spilberg y su “La lista de Schindler” acaparaban honores, monopolizando la condición de director y film que mejor y más seriamente habían abordado el tema del Holocausto en toda la historia del cine. En realidad, “la lista de Schindler” es una película llena de trampas, pensada, armada y desarrollada sobre los patrones tradicionales que Hollywood maneja para conseguir éxitos de taquilla. Detrás de Spilberg han venido cosas peores, evidentemente –las imitaciones del éxito son siempre peores que el original-, incluida la estúpida y oportunista “La vida es bella”, del infumable payaso Roberto Begnini.

 

El reto de Polanski era pues grande. Filmar el Holocausto de un modo que se rescatara el tema del adocenamiento, del oportunismo y hasta de la payasada, y hacerlo creando a la vez una soberbia obra cinematográfica, era una tarea que parece fuera del alcance del cine contemporáneo. Y sin embargo, Roman Polanski lo consiguió con “El pianista”.

 

La historia real de Wladyslaw Szpilman, un joven y brillante pianista judío de la Varsovia de 1940, y su lucha por sobrevivir tras perder a su familia y a su mundo, su dolor y su esperanza -reflejados maravillosamente en el rostro de ese impresionante actor que es Adrien Brody-, fueron los materiales con los que Polanski -eficazmente secundado por un guión sólido y compacto, a la antigua usanza, de Ronald Harwood-, tejió una reflexión honda y serena, sin efectismos ni truculencias, no ya sobre el Holocausto y el nazismo, sino acerca de la condición humana y sus manifestaciones hacia adentro y hacia fuera.

 

Porque más importante que las cosas que le pasan al personaje que interpreta Adrien Brody, son sus reacciones las que sostienen el peso de la historia y las que nos conmueven hasta emocionarnos: su pianista es un joven culto, amable, educado, triunfador, que vive en un mundo burgués perfecto, protector; un universo que se ve truncado de repente por la vesania de unas bestias con aspecto humano que irrumpen en su vida –y en la de millones de europeos- como verdaderos jinetes del Apocalipsis.

 

El pobre pianista no entiende nada de lo que ocurre ante sus ojos asombrados; impotente –como todos-, asiste al despliegue del terror, al asesinato caprichoso, a la locura absurda como orden impuesto. Reducido a la condición de animal que lucha por seguir viviendo, Szpilman, escondido en mil agujeros, sobrevivirá durante cinco años entre las ruinas de Varsovia gracias a la ayuda de algunas personas, judíos y gentiles polacos, y sobre todo gracias a su enorme buena suerte.

 

El encuentro –verídico- con el oficial alemán que por amor a la música decide ayudarle a seguir viviendo, redondea en cierto modo el mensaje de que la vida humana depende de un hilo tan frágil que basta un soplo para romperlo –y por tanto, todo cuanto se relaciona con la existencia carece de sentido-, pero a la vez también la certeza de que el hombre es capaz de salir adelante incluso en las peores situaciones si halla solidaridad y calor en otros semejantes. La música en este caso, crea un puente espiritual entre dos hombres en principio tan distintos, pero que se descubren capaces de compartir una misma emoción, una misma añoranza de la belleza y el repudio por lo que están viviendo.

 

En el caos todo es posible. Incluso sobrevivir gracias a un enemigo.

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