Impresiones de una visita al Centro de Arte Reina Sofía
Uno de los principales atractivos de Madrid consiste en la acumulación de propuestas museísticas que se concentran en esa ciudad. En Madrid se encuentran decenas de museos, la mayoría de ellos de visita muy recomendable y algunos de nivel mundial.
Esa lista de museos imprescindibles la encabezan por supuesto El Prado en su conjunto y algunas plantas de la Fundación Thyssen; tras ellos, algunos grandes equipamientos museísticos de alcance estatal. Otros centros de proporciones más modestas y mucho menos conocidos, como por ejemplo el Lázaro Galdiano, son de visita asimismo muy gratificante.
A la red de museos ya consolidada desde hace años, se le han ido añadiendo en los últimos tiempos diversos centros creados con la intención de ir completando el panorama de las artes plásticas. Un hueco importante en ese aspecto lo constituía el arte contemporáneo, y el Centro de Arte Reina Sofía vino supuestamente a cubrirlo.
Lo primero que llama la atención del Reina Sofía son las dimensiones del edificio que lo alberga. Allí hay mucho espacio, y bien administrado puede dar mucho juego. Lamentablemente no es así: sobran pasillos de pasos perdidos, y sobra mucho lienzo de pared desocupado, y ello a pesar de la tendencia a los formatos "king size" de la pintura contemporánea. La comparación con las estrecheces de El Prado resulta inevitable.
Luego están los contenidos. Aquí la referencia inevitable es el Guggenheim de Bilbao. Después de visitar ese centro, le comenté a un amigo bilbaíno que era una lástima que un edificio como ése se empleara en acoger una colección de tan poca monta; en el Guggenheim, la calidad y posibilidades del continente superan con creces al contenido.
Pues bien, la impresión que me causó el Reina Sofía fue idéntica en el juicio pero multiplicada por mucho. No es que el edificio en sí sea gran cosa desde el punto de vista artístico, ni siquiera después de la última remodelación y ampliación, pero sus muchos metros cuadrados ofrecen grandes posibilidades en cuanto a espacio para albergar holgadamente una colección de categoría. Y sin embargo, visto en conjunto y salvo honrosas excepciones, la mayor parte de lo que se expone en ese museo no merece, en mi opinión, figurar en las paredes de una institución pública.
Sencillamente, la contemplación de un alto porcentaje de las obras expuestas en el Reina Sofía no pueden motivar otra cosa que la sonrisa, salvo algunas en concreto que mueven directamente a la indignación. Tan sólo un botón de muestra entre otros muchos posibles: un enorme lienzo rectangular de Miró, totalmente en blanco salvo nueve grandes puntos negros distribuidos por él. No es de los mayores disparates expuestos, pero sí uno de los más evidentes.
Capítulo aparte merece la fastuosa instalación del Gernika, un cuadro por lo demás cuya leyenda ha tapado por completo su mediocre dimensión artística. Sólo sus apuntes y bocetos cubren una ingente cantidad de metros cuadrados de pared enfrentados al cuadro en sí, el cual, a pesar de su gran formato, queda casi empequeñecido por las dimensiones de la sala que ocupa. Un trato de privilegio que en el cercano Prado no pueden gozar decenas de obras de muchísima mayor enjundia artística, constreñidas en espacios tan reducidos que los marcos casi se rozan.
No pude menos que recordar la primera vez que vi el Gernika, a las pocas semanas de su llegada a España –no de su retorno, como dicen algunos, puesto que el cuadro jamás había estado aquí antes-, en su ubicación provisional en el Casón del Buen Retiro. Entonces el cuadro estaba detrás de un grueso cristal blindado, y un guardia civil vigilaba ante él metralleta en ristre apuntada hacia las multitudes de visitantes; un contexto lorquiano, sin duda mucho más interesante que la contemplación del cuadro en sí. En el Reina Sofía ha cambiado obviamente el contexto: ya no hay blindaje ni guardia civil que lo protejan ni rostros emocionados ante el símbolo que lo homenajeen, como pasaba veintitantos años atrás; casi despojado por el tiempo de su hálito legendario, el cuadro sólo era contemplado esa mañana de sábado por algunos adultos de cierta edad y un grupo de escolares pastoreados por las correspondientes monitoras.Apenas media hora antes había estado visitando las salas de Goya en el Prado. Oír después en el Reina Sofía a las monitoras hablarles a los escolares del Gernika como máxima encarnación artística del grito humano contra la guerra, hizo que apresurara mi salida de la sala. Quien de verdad quiera ver qué cosa son los desastres de la guerra y conocer todo el horror asociado a ella, que vaya a ver los "Fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío" (el Tres de Mayo) al Prado. El cuadro está encerrado ahora en un saloncito, en compañía de "La carga de los mamelucos". Da igual: no existe estancia suficientemente pequeña para ahogarlo ni muro suficientemente grande para empequeñecerlo. Y tiene una ventaja importante: ni el ser humano más analfabeto del mundo necesita que se lo expliquen; entra por los ojos, que al cabo es la función de la pintura.
Verdaderamente, es una lástima que todo ese espacio que ocupa la colección del Reina Sofía no se destinara en su día a la ampliación de un Museo del Prado que dista apenas unos centenares de metros. Pero parece que en última instancia, en el mundo del arte siguen primando más los intereses mercantiles y un evidente papanatismo que el aprecio por la solidez cultural probada.
En definitiva, el Reina Sofía es hoy un escaparate destinado a potenciar la presencia en el mercado de una serie de firmas comercialmente rentables o a las que interesa promocionar, y no una institución cultural educadora en el arte.
Una pena que se hagan estas cosas con dinero público.
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