El Imperio y las Revoluciones Naranja
Las recientes elecciones en Ucrania y los primeros escarceos "revolucionarios" en Bielorrusia han vuelto a poner sobre la mesa el ciclo –inacabado, al parecer- de lo que se ha dado en llamar las Revoluciones Naranja, fenómeno que desde hace algunos años viene cambiando gobiernos y regímenes en la Europa del Este y otras zonas del antiguo bloque soviético.
Se conoce como Revoluciones Naranja los movimientos políticos tendentes a desalojar del poder en esos países a los restos de la antiguas nomenklaturas comunistas locales, allí donde éstas habían conseguido seguir controlando las nuevas repúblicas surgidas del estallido de la URSS. A una primera etapa de tanteo y colaboración norteamericana con la mayoría de esos regímenes –a menudo, meras satrapías corruptas garantes de los privilegios de las viejas castas burocráticas locales-, le ha sucedido la aplicación de la estrategia del dominó bajo la excusa del "impulso a la democratización": una tras otra van cayendo las fichas del lado estadounidense, tras breves "revoluciones populares" que suelen desencadenarse en protesta contra procesos electorales trucados (los únicos que en realidad han conocido esos países, por otra parte).
El patrocinio estadounidense sobre los movimientos "revolucionarios" Naranja no es casual, y aún menos fruto de un interés especial de la Aministración Bush por la extensión de la democracia y sus principios a los países del antiguo bloque comunista. Para los EEUU, las Revoluciones Naranja son el método más rápido y seguro de expulsar del poder a las viejas guardias ex comunistas, a menudo oportunísticamente travestidas en nacionalistas o populistas y casi siempre vinculadas de una u otra manera a la nueva Rusia. No es un dato menor que muchos de los líderes Naranja provengan a su vez de las mismas burocracia estatales ex comunistas a las que derriban, y que por tanto estén tan implicados como sus antecesores en la represión política y la corrupción generalizada.
A fin de revestir de respetabilidad democrática la substitución de una fracción por la otra, el proceso suele camuflarse como decía bajo la capa de movimientos ciudadanos supuestamente espontáneos en reclamo de libertades democráticas y de una gestión limpia de los asuntos públicos. En realidad las masas movilizadas acostumbran a ser más bien escasas y por lo general procedentes de las clases medias: suelen ser pequeños propietarios, profesionales de cierto nivel y estudiantes universitarios; es decir, forman parte de sectores sociales con expectativa de ganancia en el cambio político. Por el contrario, los sectores populares acostumbran a defender el estatus quo, temerosos de que la "liberalización total" política y económica que propugnan los Naranjas acabe de desguazar lo poco que queda de sus derechos y conquistas de época soviética. Son los medios de comunicación de masas globalizadores, y en especial las grandes cadenas televisivas norteamericanas, quienes se encargan de transmitir al mundo la sensación de que la ciudadanía de un país entero se ha vestido de naranja y se ha echado a la calle exigiendo libertad y democracia, cuando realmente quienes se movilizan no suelen ser más allá de algunos miles de personas.
El nombre de Revolución Naranja proviene de Ucrania, y hace referencia al derrocamiento del régimen proruso de ése país por un movimiento auspiciado por los EEUU y, secundariamente, por la Unión Europea. En realidad todos los actores principales de la tragicomedia, incluidos los opositores Víktor Yúsenko y Julia Timosenko, habían ostentado altos cargos de gestión y responsabilidad política en el régimen derribado, perteneciendo a la nomenklatura ex comunista local. Las diferencias principales entre quienes llegaban al poder y quienes eran arrojados de él son generacionales –los "revolucionarios" Naranja son siempre más jóvenes y por tanto, más ambiciosos-, y sobre todo tienen que ver con los compromisos exteriores y padrinos internacionales respectivos. El color naranja fue el que adoptaron los partidarios de Yúsenko y de esa especie de Lady Mcbeth que es Julia Timosenko, y pronto algunas zonas principales de Kiev se tiñeron con él, sobre todo ante las cámaras de televisión extranjeras.
En realidad, y bastante antes de que tomaran nombre en Ucrania, las Revoluciones Naranja ya se habían ensayado con éxito similar en otros países. Se dice que, cronológicamente, la primera de todas ellas fue el derribo de Mijail Gorbachov y su substitución por Boris Yeltsin tras el intento de golpe de Estado de los nostálgicos de la era soviética. Probablemente EEUU tuvo mucho que ver con la caída de Gorbachov y la voladura final del Estado soviético, pero hay que recordar que su éxito no hubiera sido tan completo sin el entusiasmo, la estupidez y la colaboración seguramente inconsciente que le prestaron quienes aún se seguían considerando comunistas soviéticos y quienes en ese momento decían serlo o se habían aliado con ellos. La opereta tragicómica que fue el asalto de los yeltsinianos al Parlamento ruso puso digno colofón a aquella etapa, y abrió la era de la Nueva Rusia actual.
En puridad, la primera revolución Naranja que responde al arquetipo descrito antes fue el derribo del presidente georgiano Edvard Schevernaze, quien antes fuera último ministro de Asuntos Exteriores soviético. La expulsión del poder de Schevernaze se realizó mediante un audaz y nada espontáneo golpe de mano de impecable factura leninista en cuanto a su concepción y desarrollo; bastaron algunos miles de manifestantes para pasar directamente desde la protesta callejera a la ocupación de los centros de poder institucionales del país, y todo ello prácticamente sin haber tenido que disparar un tiro.
Antes ya se le habían acumulado a Schevernaze tal cantidad de problemas – entre los reales y los fabricados por sus enemigos-, que el propio interesado se mostró aliviado cuando un avión le condujo al exilio en Moscú. Entre los problemas inducidos no era el menor el separatismo nacionalista y guerrero de algunas regiones del país, reaparecido por ensalmo y bien pertrechado gracias a las consabidas agencias especiales norteamericanas, que tan eficientemente miman y operan esta clase de conflictos en Europa y aledaños. No hay que decir que el nuevo régimen georgiano surgido tras el derrocamiento de Schevernaze se apresuró a prestar vasallaje a EEUU, y George Bush pudo gozar pronto de una visita triunfal a su capital, Tiflis, con baño de masas –modestas en número, pero masas al cabo- incluido, ofrecido por los nuevos dirigentes políticos de la "democratizada" Georgia.
Luego les tocó el turno a las Repúblicas ex soviéticas de Asia Central, aunque aquí la mayoría de gobernantes han sabido resistir los primeros asaltos, usando a fondo la represión (Uzbekistan, Kirguizistan) y ligándose lo más estrechamente posible a Rusia (Kazajistán). En realidad, es sólo cuestión de tiempo que les derriben también a ellos las Revoluciones Naranjas que el Departamento de Estado USA les tiene adjudicadas.
Ahora es Bielorrusia quien está viviendo el inicio de su particular Revolución Naranja. De repente, todos los focos informativos se han centrado en este país supuestamente a consecuencia de la celebración de unas elecciones fraudulentas (tan fraudulentas como todas las que se han celebrado allí desde siempre, por otra parte). Los EEUU y la UE acaban de descubrir que el régimen bielorruso, que encabeza desde hace casi dos décadas Anatoli Lukachenko, es una dictadura represora y corrupta, dirgida por antiguos burócratas soviéticos; de inmediato se han comenzado a arbitrar sanciones, y se ha hecho llegar a la ONU la exigencia de su caída.
Un problema importante: la oposición en Bielorrusia es tan absolutamente minúscula que sus convocatorias apenas reúnen a algunas decenas de personas; es probable que a sus primeras concentraciones públicas hayan asistido más periodistas occidentales que manifestantes. Ni siquiera hay unas siglas organizativas con una cierta trayectoria que agrupen a los disidentes. Así que los grandes medios europeos y anglosajones han tenido que comenzar a difundir intensamente imágenes y entrevistas con supuestos líderes opositores a Lukachenko, de los que el mundo nada sabía un mes atrás. Algunos incidentes con la policía antidisturbios del régimen tienen toda la apariencia de haber sido provocados intencionadamente, a fin de ser filmados y ofrecidos al mundo como prueba de cargo contra Lukachenko y su régimen.
El bielorruso está resultando por tanto un caso modélico de Revolución Naranja, en cuanto contiene en grado extremo todos los ingredientes que permiten definirla como tal: la fabricación de una oposición política inexistente antes, el uso desaforado de los medios de comunicación de masas para crear opinión pública mundial favorable al cambio, grandes intereses económicos internacionales empeñados en tomar las riendas del país, necesidades geoestratégicas de EEUU y sus socios…
En el caso concreto de Bielorrusia, el interés por "democratizar" ese país (pobre y carente de recursos propios) reside exclusivamente en dos factores: su condición de paso obligado para los oleoductos y gaseoductos rusos hacia Europa, y el deseo coincidente de EEUU y la UE de liquidar el último régimen vasallo de Rusia en el continente europeo.
No es de extrañar por tanto que el color naranja sea hoy el color de moda entre los partidos derechistas europeos: en poco tiempo lo han adoptado el Partido Popular español y el PSD portugués, entre otras organizaciones conservadoras y reaccionarias europeas.
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