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Hay que irse de Afganistán antes de que sea demasiado tarde

El recrudecimiento de la actividad de los talibanes en Afganistán está devolviendo actualidad a un conflicto que, aunque abandonado por el foco mediático hace tiempo, no por ello ha perdido en ningún momento virulencia ni capacidad de empeorar.

 

A fecha de hoy el gobierno proamericano de Karzai sólo controla la capital, Kabul; fuera de ésta, las tropas extranjeras que sostienen a Karzai –soldados españoles entre ellos- no ocupan nada más allá del territorio que pisan. El dominio efectivo de las regiones del país se lo reparten entre los "señores de la guerra" –de lealtad cambiante en función de sus propios intereses-, y los talibanes, cuya demostrada capacidad de reorganización sería imposible sin un fuerte apoyo popular.

Las pugnas políticas internas abanderadas por caciques locales y jefes de tribus, reflejo de hondos y viejos conflictos étnicos y culturales, no hacen más que imposibilitar la construcción de un Estado afgano cuya misma existencia como tal es hoy una pura ficción. Socialmente poco o casi nada ha cambiado desde la derrota talibán: no se han producido apenas reformas, la miseria campa por sus respetos y el papel de la mujer permanece anclado en la opresión tradicional. La economía jamás se ha recuperado, y no hay iniciativas empresariales autónomas o de cooperación internacional que merezcan tal nombre; sólo la producción de heroína ha experimentado un aumento vertiginoso tras la "liberación", y hay que recordar que las miles de hectáreas que se emplean en el cultivo de la planta básica proliferan por todos los rincones de un país patrullado por fuerzas militares occidentales…

 

Cuando unos meses después del 11-S, EEUU lanzó la operación Justicia Infinita –rebautizada pronto como Libertad Duradera, seguramente para rebajar el tono vengativo y hollywoodiense que transmitía la primera denominación-, la comunidad internacional incluida la ONU estuvo de acuerdo en que el régimen talibán afgano era el esparring adecuado sobre el que descargar la cólera de los norteamericanos. Tuvieran o no relación directa con el 11-S, los talibanes habían hecho méritos más que sobrados para convertirse en el blanco de todas las iras, incluidas las de vecinos tan poco sospechosos de prooccidentalismo como los ayatolas de Irán o el régimen baasista de Irak. Derribado el gobierno talibán, los norteamericanos se empeñaron en compartir los costes globales de la ocupación (no sólo los económicos), y asociaron a otros países a la tarea de "mantener el orden" y reconstruir el país; entre paréntesis, acabamos de enterarnos de que el gobierno Aznar, entre otras aportaciones a la causa, se encargó de trasladar de un sitio a otro en aviones militares españoles a cinco mil secuestrados por los ocupantes estadounidenses.

 

Tras la invasión de Irak y el derrocamiento a sangre y fuego de Saddam Hussein, el apoyo real a la causa de los talibanes –que incluso entre sectores islamistas radicales había sido anteriormente más bien escaso-, se disparó en el mundo árabe y musulmán; los antiguos estudiantes islamistas y su movimiento político adquirieron rápidamente la categoría de héroes protomártires.

 

Es así como los talibanes han tomado nueva fuerza en el interior del país, y han adquirido apoyos exteriores que probablemente se están concretando ya en financiación, hombres y armamento. Una vez más los errores de los estrategas de Washington están conduciendo a un nuevo desastre; lentamente pero sin pausa, las condiciones de la ocupación militar se van agravando y cada vez hay más señales de que un escenario como el irakí se aproxima también a Afganistán.

 

En este contexto, la presencia militar española en ése país compromete a toda España en un riesgo cierto y creciente, similar al que desembocó en las acciones terroristas del 11-M. En el reportaje de Jon Sistiaga sobre la presencia de Al Qaeda en Internet (Cuatro Televisión), se alerta sobre las amenazas renovadas contra España contenidas en webs islamistas radicales como consecuencia de la presencia de tropas españolas en Afganistán; la repetición de un atentado como el del 11-M no es por tanto una hipótesis especulativa,sino una posibilidad que se torna más real con el paso de los días.

 

Desde el ángulo puramente político, es evidente que la recomposición geoestratégica de Oriente Próximo y Asia Central que pretendía llevar a cabo la Administración Bush ha fracasado por completo (la tarea autoimpuesta superaba con mucho las capacidades de quienes la impulsaron), y que las cosas en esa zona del planeta no pueden sino degradarse progresivamente; el reloj corre en contra de invasores y asociados. Los destrozos ocasionados y los que vendrán son impresionantes: la guerra civil es ya una brutal realidad en Irak (lo acaba de reconocer la propia Administración títere irakí), y el gobierno Karzai caerá en Afganistán el mismo día en que se retiren los norteamericanos. Eso sin contar la gasolina arrojada al fuego de países que ya ardían hace tiempo (Siria, Palestina, Irán), o que pueden comenzar a arder en cualquier momento (Arabia Saudí, Turquía, Líbano)…Cuando la situación militar sea insostenible, se producirá una espantada norteamericana que dejará en mantillas la evacuación de Phnom Penh y Saigón; todo el esfuerzo sólo habrá servido para entregar esa parte del mundo a los más radicales enemigos del Imperio.

 

El modelo aplicado por EEUU en Indochina está siendo pues repetido milimétricamente.

 

Europa –y España en primer lugar- debería demostrar al mundo que si los norteamericanos son incapaces de aprender de sus propios errores históricos, nosotros sí sabemos hacerlo. Si hubo un gobierno español que nos llevó directamente al 11-M, no puede volver a repetirse esa circunstancia; menos aún bajo un gobierno de izquierdas.

 

En suma: fuera tropas españolas de Afganistán. Y pronto.

  

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