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La Ley Antitabaco trae muy malos humos

Quien esto escribe fue fumador durante bastantes años. Lo dejé por voluntad propia, cuando llevaba algunos meses fumando tres cajetillas diarias de rubio americano. Fue una decisión personal, no inducida por nadie. Simplemente me encontraba saturado y físicamente mal, así que decidí dejarlo por mi cuenta, sin contar con otro apoyo que mi propia determinación. Recuerdo haber tenido algún impulso pasajero de encender un cigarrillo durante los primeros dos o tres días posteriores, pero a partir de los quince días ni volví a pensar en el tabaco. De eso hace ya doce años, y jamás recaí.

No soy precisamente una persona con una voluntad de hierro. Quiero decir que de la adicción al tabaco se puede salir, si uno se lo plantea como un reto personal y sin dramatismos. La cuestión es querer.

 

Insisto en que para dejar de fumar y en general para superar cualquier adicción, es uno mismo quien ha de hacer el trabajo principal. Tal vez la gente con tendencia a depender de los demás lo tenga más difícil, porque realmente los demás poco o casi nada pueden hacer por ti en este caso; apartarse de una dependencia es un empeño bastante solitario, lo que no significa que uno deba aislarse de la gente y suspender sus costumbres establecidas para lograrlo, al contrario: quien se aparta de todo y de todos recae indefectiblemente en cuanto vuelve a sus hábitos de siempre.

 

Valga este exordio como introducción a un asunto que me preocupa estos días, desde que el 1 de enero entró en vigor en España lo que se ha dado en conocer popularmente como Ley Antitabaco. En realidad, y como ya se ha señalado públicamente, ésta no es una ley contra el tabaco sino contra los fumadores. Sorprende que a estas alturas, cuando por ejemplo ya hace años que se ha dejado de tratar a los adictos a sustancias estupefacientes como si fueran delincuentes, pasando a considerarles como enfermos merecedores de atención pública, se haya puesto en marcha una legislación que únicamente contiene medidas represivas y si se quiere, hasta coactivas contra los fumadores.

 

Parece que la ministra Salgado y su equipo siguen considerando que fumar es un “vicio” y no una enfermedad. Porque si la señora ministra creyera que los fumadores son enfermos y no “viciosos”, seguramente hubieran arbitrado otra clase de medidas que las ahora estipuladas por la Ley Antitabaco: medidas de carácter socio-sanitario, que ayudaran al fumador no tanto a dejar de fumar –que ya digo que para mí esa es un paso que debe dar uno por sí mismo- como a facilitarle tomar la decisión de un modo que ésta se torne irreversible.

 

Algunos aspectos coactivos de la ley no dejan de ser chocantes y dan la verdadera medida de su carácter, falsamente progresista. Por ejemplo, en un principio se había hablado de que se propiciaría que las empresas crearan áreas restringidas donde los trabajadores pudieran fumar; finalmente no ha sido así, y aquí uno tiene la sospecha de que las presiones patronales y su negativa a desembolsar un céntimo para acondicionar espacios para fumadores tienen mucho que ver con ello. La consecuencia es que los trabajadores fumadores saldrán a fumar a la calle (es inevitable), con lo cual se está fomentando de modo indirecto el absentismo laboral y se crea un importante agravio comparativo con los no fumadores; un trabajador que fume unos cuatro cigarrillos por jornada laboral (cifra realmente baja) invertirá unos 40 minutos en fumarlos y alrededor de otros 20 minutos en total en ir y venir de su puesto de trabajo a la calle, con lo que la pérdida de tiempo será como mínimo de una hora por jornada laboral. Las cifras anuales de pérdidas de horas de trabajo pueden llegar a ser espectaculares.

 

Para la industria de la hostelería, la ley señala que los establecimientos de más de 100 metros cuadrados deberán acotar espacios diferenciados para fumadores y no fumadores, dejando a los propietarios de los de menos de 100 metros cuadrados en libertad de decidir si permiten fumar o no en su local. Es obvio que se trata de un brindis al sol. Las estimaciones más prudentemente a la baja calculan que el 90% de los bares y restaurantes de menos de 100 metros cuadrados permitirán fumar (la inmensa mayoría de bares, tan abundantes y frecuentados en todo el país, raramente superan ese tamaño). Semejante disposición parece no tener en cuenta que es precisamente en los locales de menor tamaño donde los no fumadores reciben en mayor cantidad e intensidad el humo de los fumadores; si realmente se pretendiera atender la salud pública, lo lógico sería que se prohibiera fumar precisamente en este tipo de locales. Ocurre que aquí tampoco ha habido valentía para coger el toro por los cuernos, y enfrentarse a las consecuencias políticas y sociales que hubiera supuesto prohibir fumar en decenas de miles de bares frecuentados cada día por millones de usuarios; las reacciones de propietarios y clientes fumadores eran fácilmente previsibles.

 

¿A qué viene esta ley pues, sino representa un avance real en la erradicación del tabaquismo? Sencillamente, estamos ante un nuevo paso en la línea de seguimiento del puritanismo social que nos llega de EEUU. Si en los años cincuenta los norteamericanos convencieron al mundo de que había que fumar cigarrillos para ser alguien, e incluso algunos médicos de la época atribuían al consumo de tabaco propiedades “medicinales” (como ocurre ahora con los aceites de semillas transgénicas que se empeñan en obligarnos a consumir), desde los años noventa y por razones diversas y complejas USA le ha declarado una guerra total al tabaco. Guerra llevada a extremos en ocasiones absurdos, como cuando el gobierno británico intentó hace dos años legislar que los fumadores fueran excluidos de la atención sanitaria… cosa que a nadie se le ha ocurrido proponer en el caso de quienes son responsables de accidentes de tráfico o padecen enfermedades asociadas a la obesidad, por ejemplo.

 

Que la ofensiva puritana no se detendrá en el tabaco lo acaba de anunciar la propia ministra, prometiendo meter en cintura el consumo de alcohol. Con mayor claridad que en el caso del tabaco, que al cabo es un producto traído de América, los patrones culturales norteamericanos se intentan imponer a sangre y fuego en un ámbito cultural que les es ajeno: en Europa, el consumo racional de vino en el área mediterránea y el de cerveza en la central y nórdica del continente, se remonta a miles de años atrás, e históricamente ha probado no sólo su idoneidad general sino incluso los efectos beneficiosos que su uso responsable tiene sobre la salud de las personas.

 

Queda por fin la sensación de que tras los largos años en los que se pretendía salvarnos el alma desde el autoritarismo político, ahora en democracia se nos pretende salvar el cuerpo incluso contra nuestra voluntad. Lo que no deja de ser una gran hipocresía, habida cuenta de los grandes ingresos que en concepto de impuestos sobre el alcohol y el tabaco recauda el Estado, y a los que obviamente no va a renunciar en ningún caso; de hecho, los impuestos indirectos -alcohol, tabaco y gasolina- representan tal aportación a las arcas de la Hacienda estatal, que las reducciones de impuestos directos se apoyan siempre en el alza de los productos que gravan los indirectos, como vamos a comprobar muy pronto con las “rebajas fiscales” prometidas para esta primavera por el gobierno español.

 

Y si no se está dispuesto a renunciar a esos ingresos pero sí se desea realmente acabar con el tabaquismo, seguramente sería más eficaz destinarlos, en todo o en parte, a programas de atención socio-sanitaria que trataran a los adictos a esa sustancia, en vez de estimular la culpabilización individual en ellos y la criminalización social ante sus conciudadanos.

 

Pero me temo mucho que al puritanismo supuestamente progresista no le interesan demasiado este tipo de medidas: el palo y tente tieso contra las personas individuales es siempre más barato, fácil y agradecido socialmente que el planteamiento riguroso de los problemas con dimensión colectiva.

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