La reforma del Estatuto catalán
Hace unos días apareció en EL PAIS un extenso artículo firmado por el periodista Josep Ramoneda y un grupo de profesionales del Derecho, en el que se reclamaba que el actual proyecto de reforma del Estatuto de autonomía para Catalunya sea sometido, con serenidad política suficiente y técnica jurídica adecuada, a las adaptaciones necesarias para que su encaje en el actual ordenamiento constitucional español se realice con prontitud y sin estridencias.
A primera vista parece una petición tan razonable como imposible, habida cuenta del clima creado en torno a la presentación en sociedad de este texto jurídico (no otra cosa es el Estatuto), y a tenor de la bronca política desatada en torno a él.
Es cierto que en eso que de modo un tanto abusivo suele llamarse "Madrid" (es decir, el núcleo del poder del Estado y sus entornos inmediatos), las broncas políticas son casi diarias desde los albores de la actual democracia española, especialmente desde la no digerida derrrota sufrida por la derecha española el 14 de marzo de 2004. Pero también no es menos cierto que "lo catalán" y sobre todo eso que suele denominarse "el problema catalán", suele despertar ahí recelos y visceralidades superiores incluso a otros asuntos semejantes. Recuerdo haber leído alguna vez en uno de esos blogs que desde la radicalidad ultraderechista se reclaman "liberales", una frase que sintetiza perfectamente esa actitud: "En el fondo, lo del País Vasco es un simple problema de orden público. El verdadero problema de España son los catalanes".
Así, el proyecto de Estatuto, del que hay que recordar que fue votado favorablemente por todos los partidos presentes en el Parlamento catalán salvo el Partido Popular (120 diputados sobre 135, el 88% de la Cámara catalana), ha sido recibido prácticamente a pedradas por ese "Madrid" político-mediático-social. Y esta vez los tiros no vienen sólo de la derecha y la extrema derecha españolas, sino también de cierta izquierda erróneamente motejada como jacobina (el jacobinismo es otra cosa, muy distinta del nacionalismo españolista ramplón de los Bono, Rodríguez Ibarra, Paco Vázquez y compañía).
Hay que recordar que cuando se presentó en Las Cortes en Plan Ibarretxe, el principal argumento político para rechazarlo fue que aquél era un proyecto elaborado y aprobado exclusivamente por las fuerzas políticas que sostenían al gobierno autónomo vasco, y que por consiguiente no estaba consensuado por el conjunto de la representación política de la sociedad vasca. Se le dijo entonces al lendahakari Ibarretxe que regresara a Las Cortes cuando tuviera un nuevo proyecto consensuado que integrara las aspiraciones de toda la sociedad vasca, y no sólo las de unas siglas concretas que ni siquiera representaban a todo el mundo nacionalista vasco.
Pues bien, en el caso del proyecto de reforma del Estatuto de Catalunya, existe ese consenso previo en el parlamento catalán salvo en el caso del PP (en realidad, fue la dirección central española de se partido quien obligó a su rama catalana a posicionarse en contra, a pesar de que Josep Piqué y su equipo estaban dispuestos a consensuar el texto estatutario); por tanto no cabe aquí el argumento usado con el proyecto vasco. Y sin embargo, el rechazo de "Madrid" ha sido ahora más fuerte y cerrado aún que en el caso del fenecido Plan Ibarretxe.
Cabe preguntarse por qué tanta visceralidad en contra de este proyecto. Hay que reconocer que una parte de la culpa la tiene el disparatado proceso de confección del Estatuto, el propio redactado final de algunas de sus partes, y el exceso de arrogancia con que sus padres putativos le han echado a andar.
Este proyecto de Estatuto contiene un error político monumental: ha servido para que una moribunda CiU (el partido nacionalista "moderado" que ha gobernado Catalunya como un cortijo durante casi un cuarto de siglo), haya resucitado de sus cenizas gracias a las múltiples tonterías cometidas por el tripartito catalán durante su confección. La peor de ellas: el ansia por sumar a los pujolistas al consenso a favor del Estatuto, que ha llevado a los partidos del actual gobierno catalán a asumir cuantas animaladas CiU ha pretendido incorporar, yendo incluso mucho más allá de lo que por prudencia los independentistas de ERC pretendían ir.
La apuesta de CiU ha sido tan diáfana como ventajista desde el principio: si los ponentes del Estatuto no aceptaban sus aportaciones -por descabelladas que fueran-, el Estatuto sería descalificable en Catalunya por poco nacionalista; y si las aceptaban, como así ocurrió finalmente, el texto será luego podado a fondo en "Madrid", lo que permitirá a los pujolistas presentarse como mártires de la causa patriótica y presentar al gobierno catalán como un mero subordinado de sus socios españoles. El anzuelo, diseñado por el "entorno joven" de un Jordi Pujol envejecido pero cada vez más fanático y maquiavélico, se lo tragaron entero los partidos del tripartito catalán: esa foto del president Pasqual Maragall abrazándose al testaferro pujolista Artur Mas tras la votación del Estatuto en el parlamento catalán, probablemente la pagará muy cara en el futuro la izquierda catalana.
Este es, pues, por encima de todo, el Estatuto que desde la oposición soñaba CiU: una bomba de tiempo cebada por el pujolismo y destinada a provocar daños electorales masivos en el tripartito catalán. Pujol puede estar satisfecho.
En "Madrid" todo esto no importa, las vicisitudes de la política catalana o vasca les dan exactamente igual; lo único que les obsesiona es perjudicar a Rodríguez Zapatero. Porque la pieza a cazar en esta cacería que el PP y su perrera mediático-social ha abierto contra el proyecto de Estatuto catalán no son ni Maragall ni Carod-Rovira: la pieza que codician es Zapatero, al que se pretende dejar en evidencia ante el electorado español en su conjunto, y simultáneamente privarle de sus apoyos catalanes.
Y para ello no van a reparar, una vez más, en medios. Entre ellos por cierto, esa verdadera arma de destrucción masiva que es el ex presidente José María Aznar. Un Aznar que definitivamente parece haber perdido el juicio y haberse lanzado a un tobagán de soflamas cada vez más canallas y reconcorosas, como cuando hace unos días en México vomitaba odio e inventaba una España avanzando inexorable hacia la "balcanización", ante un asombrado auditorio compuesto por empresarios mexicanos, algunos de ellos con importantes intereses inversores en España; hubo un tiempo en que existía el delito de alta traición para tipificar ese tipo de conductas, inconcebibles en alguien que acaba de aceptar el cargo de miembro del Consejo de Estado.
A las consabidas difamaciones, mentiras y calumnias de los portavoces públicos de la derecha española, se suman ahora las proclamas patrioteras de cierta izquierda ansiosa por recoger dividendos personales ante la crecida del nacionalismo español. La suya es asimismo una apuesta bien repugnante, pues nada hay en las tonterías españolistas de un Bono o un Ibarra del nacionalismo democrático español de un Azaña, por ejemplo; el suyo es el mismo patrioterismo con olor a cuartel y sacristía a que apesta la derecha española. Otros, en fin, desbarran aún más, y no dudan en hacer causa común con el PP en este asunto (y en otros); es el caso del sector "redondista" del socialismo vasco (aunque es conocida desde hace tiempo su estrecha colaboración y simbiosis con la derecha española), o de los socialistas castellano-machegos, que han llegado a firmar un documento conjunto con el PP de su región descalificando brutalmente el proyecto de Estatuto y a los catalanes en conjunto.
Unos y otros –nacionalistas catalanes y nacionalistas españoles- se equivocan por completo, y están planteando el partido en el peor de los terrenos posibles y sin el menor respeto al ordenamiento jurídico y a las normas democráticas que todos dicen pretender respetar.
Unos y otros deberían tener en cuenta los siguientes aspectos desde el punto de vista técnico jurídico, y también político:
En primer lugar, que la Generalitat de Catalunya –gobierno, parlamento y resto de instituciones que la conforman y se articulan en ella- es Estado, y más concretamente Estado español. La Generalitat y las restantes instituciones de gobierno y representación autonómicas son tan Estado como las delegaciones ministeriales; por tanto, sus actos competen a todo el Estado, y para bien o para mal comprometen a todo el Estado. El presidente de la Generalitat –o el lendahakari vasco, o el presidente murciano- ejerce en su territorio la máxima representación del Estado; otra cosa es que políticamente se haya impedido que se ejerzan las competencias correspondientes a ese puesto.
En segundo lugar, que un Estatuto de autonomía es una ley española aprobada por Las Cortes para que rija en una zona determinada de esa formación económico-social que hoy por hoy se llama Reino de España (tan compleja que a su vez se halla integrada por otras formaciones económico-sociales, a las que el Estado de las Autonomías intenta articular en un único Estado). No es por tanto una Constitución propia de una comunidad autónoma determinada, ni por sí mismo constituye un paso previo a la independencia, ni es una Carta graciosamente otorgada por el poder central a unos súbditos periféricos. El Estatuto, por el contrario, ha de ser una obra de orfebrería que refleje la complejidad de las relaciones entre los centros de poder "centrales" y los centros de poder periféricos a través de una arquitectura jurídica basada en un juego de equilibrios pactados.
Y en tercer lugar, por último, que en un marco democrático y bajo el imperio de la ley, cuando entran en conflicto dos soberanías superpuestas y ambas perfectamente legítimas –la que representa y encarna el parlamento catalán y la que representa y encarna el parlamento español-, no hay más solución posible que el pacto político.
Es decir, estamos ante un proceso muy complicado, en el que todo está cogido con pinzas, y en el que las patadas al tablero pueden terminar generando un verdadero desastre. Si las cosas no se han hecho bien en Catalunya –que realmente no se han hecho bien-, la respuesta de "Madrid" no puede ser meter la navaja en la herida para ensancharla y lograr que, si es posible, se gangrene. Lamentablemente, la apuesta de la derecha española parece ir en ese sentido: insultos y descalificaciones, apelaciones al patrioterismo más chusquero, campañas de boicot que dan vergüenza ajena… El PP ha olido la posibilidad de hacer sangre, y a ello se está aplicando con todo fervor.
Zapatero se encuentra pues ante el que es posiblemente el mayor reto de su carrera política. Al desgaste lógico de su gabinete tras año y medio de su formación en circunstancias muy difíciles, se suman ahora los errores de bulto cometidos por sus compañeros y socios catalanes en el asunto comentado. Vistas la efervescencia de los mentideros de la Villa y
Corte y algunas encuestas interesadas publicadas por la "prensa independiente" madrileña, cualquiera diría que el actual gobierno camina directamente al despeñadero.
Y es que el clima político español lejos de haberse despejado a año y medio de los Tres Días de Marzo de 2004, se ha ido por el contrario enrareciendo progresivamente, incluyendo ya amenazas guerracivilistas por parte de algunos significados voceros de la derecha más cerril. Con todo, el riesgo principal que corremos ahora es que pretendiendo contentar a todos, el presidente español termine por no contentar a nadie y vaya creando así agraviados a granel; en política las amplias sonrisas deben ir respaldadas con gratificaciones concretas para los interlocutores, y es imposible gratificar a todos al mismo tiempo, sobre todo cuando sustentan posiciones irreductibles entre ellas.
Lo peor, con todo, sería que efectivamente una parte del PSOE se uniese aunque fuera táctica y temporalmente a la Cruzada anticatalana derechista. Porque el electorado español, con muy buen criterio, tiene por costumbre castigar con extremada dureza las divisiones en el interior del partido gobernante (los precedentes están ya en los libros de Historia contemporánea). En ese supuesto, el regreso del PP al gobierno se tornaría inevitable y cercano, y eso sí sería una verdadera catástrofe de dimensiones incalculables habida cuenta la deriva ultraderechista de ese partido.
Sin embargo, y hasta el presente, Zapatero ha sabido manejarse con suficiente mano izquierda como para salvar momentos realmente complicados. Con todo, más allá de cierta confianza en la habilidad personal de un político concreto, se impone ahora confiar en la capacidad de síntesis y sobre todo de pacto entre sectores muy diversos de nuestra sociedad. Es el momento de demostrar con hechos que el pluralismo y la diferencia son perfectamente armonizables con la igualdad de derechos y obligaciones, y ello desde el reconocimiento mutuo y el respeto a las voluntades libremente expresadas por unos y por otros.
En breve vamos a comprobar si la política española es definitivamente adulta y europea, o si por el contrario sigue anclada en la fase testicular y semiselvática tan cara a los sectores más reaccionarios del país hablen el idioma que hablen.
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