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Katrina contra el Estado anoréxico. Un desastre natural destruye el mito del Estado neoliberal

Entre las consecuencias directas derivadas del huracán Katrina no son las menores las de carácter político. Motivos hay y sobrados para que ello sea así, pues a la catástrofe natural se ha sumado una desastrosa gestión de la crisis, que no ha hecho sino agravar sus efectos. Miles de personas han quedado en riesgo cierto de perecer por falta de asistencia, tras una catástrofe que podía haberse previsto con antelación y cuyas consecuencias debían haberse paliado de inmediato mediante planes previamente diseñados.

  

El mundo entero asiste asombrado al espectáculo de cómo la mayor potencia tecnológica de la Historia, capaz de llevar hombres y máquinas al espacio exterior o de movilizar ingentes recursos económicos, materiales y humanos para invadir un país situado a miles de kilómetros de sus fronteras, se ha revelado incapaz de impedir que en estos momentos, en su propio territorio nacional, haya personas que estén muriendo de hambre y sed o por falta de asistencia médica tras el paso de un huracán.

El periodista Lluís Foix ha escrito en su blog que esto ocurre porque EEUU se ha revelado como "un gigante con pies de barro". Tras la caída del Muro de Berlín se habría extendido por el mundo la idea de que el Imperio USA era además de invencible, indestructible; idea que aparentemente vino a cuestionar el 11-S (en realidad, hoy ya sabemos que sirvió para reforzar el control sobre la población del país y aumentar el poder de los EEUU sobre el planeta). Para Foix, todos, empezando por los mismos norteamericanos, hemos sido víctimas de un espejismo: el poderío USA no sería realmente tanto como nos habían hecho creer tras el proclamado Fin de la Historia y supuesto triunfo del modelo neoliberal.

  

Coincido en buena parte con esa opinión. Los grandes imperios terminan por mostrar graves insuficiencias internas. El caso del derrumbe de la URSS fue paradigmático: el supuestamente poderosísimo Estado soviético –incluído su mítico Ejército Rojo- se reveló a mediados de los años ochenta del siglo XX como una maquinaria tan descomunal como obsoleta, carcomida por la corrupción y la ineficiencia.

  

En el caso USA, la globalización no sería sino un intento de acelerar el proceso de implantación del dominio imperial como modo de dar salida a las tensiones y desajustes internos, y rebajar así la crisis en el seno de la propia potencia imperial, exportando sus consecuencias al resto del mundo para que éste "comparta la factura" y amortigüe los efectos. Pero el problema continuaría residiendo en el interior del país. No es sólo la economía norteamericana la que estaría viviendo horas críticas sino su propio Estado, si bien por razones diametralmente opuestas al caso soviético: en USA el Estado ha sido de tal manera "adelgazado" por los neocons, que es ya incapaz de reaccionar de modo adecuado frente a desastres naturales como el provocado por Katrina.

  

Un ejemplo aclarará de qué estoy hablando. Desde hace algunos meses en TV3, la televisión autonómica de Catalunya, se pasa una estupenda serie norteamericana llamada "El guardián". En cada uno de sus capítulos aparece la vida de una oficina del ayuntamiento de Pittsburg dedicada a prestar asistencia jurídica a menores desamparados; pues bien, el personal básico de la oficina, los abogados, se compone exclusivamente de voluntarios idealistas y de castigados a cumplir trabajo social como modo de evitar condenas recibidas (es el caso de Nick Fallin, el protagonista, un joven y brillante abogado condenado por haber consumido marihuana). Es decir, no existe una estructura profesionalizada que gestione ese servicio, sino un puñado de personas con motivaciones diversas, para algunas de las cuales las horas de servicio prestadas allí son simplemente un modo de evitar la cárcel. El marco en el que se desarrolla la acción es el que proporciona una sociedad inmersa en una descohesión social galopante, donde los problemas personales, familiares, laborales y de socialización se ven agravados por el desmantelamiento progresivo de los programas sociales y la inexistencia del concepto mismo de Estado del bienestar; en suma, un retrato preciso de la sociedad norteamericana contemporánea.

  

Todo esto no ocurre porque sí, naturalmente. EEUU es un país donde el Estado tradicionalmente ha sido poco dado a intervenir en asuntos sociales, y en el que la cultura del éxito se sustenta sobre el individualismo y la competitividad como valores principales. Profundizando esa tendencia, desde la "revolución conservadora" lanzada por la Administración Reagan el Estado norteamericano ha sido progresivamente descarnado no ya de servicios asistenciales, sino también de amplias zonas de la acción estatal cuyas competencias eran apetecidas por el mundo de la "iniciativa privada" (es decir, del beneficio empresarial por sobre cualquier otra consideración).

  

A todo esto los neocons lo han llamado política de "adelgazamiento del Estado". Su objetivo, en síntesis es, liberar los recursos económicos suficientes para garantizar la progresión de la política imperial en el planeta; así, el dinero "ahorrado" en la prestación de servicios a los ciudadanos es transferido directamente a las empresas que alimentan el aparato militar y sus derivaciones. En agosto pasado, los gastos ocasionados por la guerra de Irak ya han alcanzado los 5.300 millones de dólares mensuales, superando los 5.100 millones de dólares actuales que llegó a costar la guerra de Vietnam. Son en definitiva, las grandes corporaciones del complejo militar-industrial-tecnológico las directamente beneficiadas por los recortes sociales.

  

La carencia de recursos y estructuras con las que hacer frente desde el Estado a situaciones como las planteadas por Katrina se ve agravada, además, por la incapacidad de gestión manifiesta y reiterada de muchos de los elementos clave en la Administración Bush, comenzando por el propio presidente. No es la primera ocasión en que todo esto se muestra, sólo hay que recordar cómo durante las cuarenta y ocho horas siguientes al 11-S el Estado se difuminó por completo y hubo de ser Giuliani, el alcalde de Nueva York, quien tomara las riendas de la crisis no sólo para gestionarla materialmente en cuanto afectaba a su ciudad, sino también prestando su rostro como imagen del Poder para que a nivel nacional los norteamericanos tuvieran la sensación de que alguien estaba tomando decisiones en medio de la catástrofe provocada por los atentados.

  

Katrina ha puesto de relieve todo esto, y además ha sacado a la luz de modo brutal cómo la injusticia social y el racismo continúan rigiendo los destinos de ese país. El sur pobre, los Estados que dan sobre el Golfo de México, está habitado mayoritariamente por negros; negra es la mayoría de la población de Nueva Orleans, ciudad en la que una tercera parte de sus habitantes son pobres. No son los únicos, obviamente: en EEUU, más de 40 millones de personas son pobres, la gran mayoría de ellos negros. Nada es casualidad: unos 44 millones de norteamericanos carecen de todo tipo de seguro médico. Sólo hay que cruzar los datos.

  

Nada ha funcionado tras el paso de Katrina porque no había nada previsto para que funcionara en un caso así: ni previsiones para evitar los daños directos ni recursos con los que combatir los efectos de la catástrofe. Incluso muchos conservadores norteamericanos se preguntan estos días qué ocurriría si su país se viera sometido a un ataque nuclear, químico-bacteriológico o terrorista a gran escala, y se cuestionan si se puede seguir confiando en una Administración que lo único que es capaz de ofrecer en situaciones de crisis –y eso cuando consigue reaccionar- son apelaciones hueras al patriotismo y a una grandeza de la que muchos empiezan a dudar.

  

La respuesta, cuando ha llegado, ha sido la caricatura de la energía que el mundo entero, expectante, aguardaba. Todo lo que comenzó a llegar a la zona costera afectada y a Nueva Orleans en particular tras cinco días del paso de Katrina, fueron policías y militares armados hasta los dientes y con orden de tirar a matar para restablecer el orden, mientras decenas de miles de ciudadanos desesperados, hambrientos y sedientos, atrapados y sin posibilidad de huir de la ciudad, intentaban conseguir algo conque alimentar y dar de beber a su familia. Mientras, en otra de sus esperpénticas alocuciones televisadas, Bush amenazaba a los "saqueadores" y a quienes intentaran "defraudar a las compañías de seguros", acentuando así la sensación de que el ridículo al que puede llegar la actual Administración norteamericana carece de límites.

  

Luego, una vez iniciada la evacuación, todo ha sido improvisado y confiado, una vez más, a la "iniciativa privada". En ese sentido es significativo el despliegue de pastores, predicadores y grupos religiosos en general que además de repartir caridad entre los refugiados, han aprovechado para transmitir sus mensajes exhortando al "arrepentimiento de los pecados", señalando que lo ocurrido ha sido un castigo enviado por Dios; en cierto modo, tal vez tengan razón y cuanto está sucediendo en EEUU, comenzando por la propia Administración Bush, sea un castigo divino a los norteamericanos.

  

El "Estado anoréxico" propiciado por los neocons ha sido desnudado sin piedad por Katrina: ha bastado una catástrofe natural para mostrar de golpe todas sus insuficiencias, las mismas que generan la terrible ineficiencia de un Estado demediado incapaz de hacer frente a situaciones no habituales pero tampoco tan excepcionales.

  

La lección a sacar es evidente: el Estado neoliberal no puede hacer frente a las emergencias por las mismas razones por las que es incapaz de gestionar los problemas cotidianos de la gente: porque ha renunciado a hacerlo.

  

En definitiva, el Estado neoliberal ha renunciado a ser Estado más allá de sus funciones represivas y de control social. Y eso es lo que están pagando ahora los norteamericanos, especialmente los ciudadanos de Nueva Orleans.

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