Vigencia y actualidad de Hiroshima y Nagasaki
La conmemoración –que no celebración, como he visto escrito en algún sitio- del sesenta aniversario de los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki, uno de los crímenes de masas más bestiales de la Historia de la Humanidad, llega en un momento realmente oportuno desde el punto de vista de la lucha por la paz.
Hoy, como en los peores años de la Era Atómica que abrió la Bomba –como se decía entonces- y de su consecuencia inmediata, la Guerra Fría entre las dos superpotencias hegemonistas que se disputaron el mundo durante el medio siglo siguiente, volvemos a vivir sentados sobre un barril de pólvora que sólo espera para estallar a que un imbécil prenda la mecha.
No es una imagen retórica. Los arsenales armamentísticos en general, y los llamados "estratégicos" o de "destrucción masiva" en particular, creados y desarrollados a costa de los impuestos que pagan las clases trabajadoras y populares en EEUU y en otros países, han caído en manos de un puñado de lunáticos, fanatizados por un perverso culto en el que practican la adoración simultánea a las tasas de ganancia desbordadas y a un Dios airado y exterminador. El iluminismo y la falta de responsabilidad de los "neocons" norteamericanos, comienzan a ser legendarios y temidos.
Así, remedando de modo chapucero la manera en que Alejandro Magno cortó de un solo tajo el nudo gordiano, acción que al decir de los clásicos le valió al macedonio el control de toda Asia, los "neocons" y sus lacayos europeos se lanzaron a la aventura de "reordenar" el mundo, comenzando, nada menos, por Oriente Próximo, una de sus regiones más compleja y conflictiva desde hace milenios. Y naturalmente, creían poder lograrlo de un solo golpe: con una intervención rápida y poco costosa en vidas de los agresores, fiándolo todo a su aplastante superioridad tecnológica, que les proporcionaba una arrolladora capacidad destructiva.
Pero la Cruzada Liberadora sólo ha servido para abrir la caja de Pandora y liberar todos los diablos que encerraba, que no eran pocos por cierto y la mayoría criados a los pechos imperiales en aquellos años de confrontación por países interpuestos entre EEUU y el Imperio del Mal soviético. Los diablos se han apresurado a huir y esparcirse por el planeta, no sin antes guiñar el ojo a sus liberadores y hacerles algunos favores (al cabo fueron –y en muchos casos, tal vez siguen siendo- meros empleados suyos). La muerte y el caos están garantizados para muchos años en el planeta Tierra.
Todo esto no es nuevo. Hiroshima nos demuestra que la apuesta enloquecida de los "neocons" por el "Poder Total" del imperio sobre el mundo –aunque sea al precio de intervenir como un elefante en una cristalería allá donde se estime conveniente-, no ha venido a nosotros con la presidencia del segundo Bush, sino que por contra, arranca de lejos, hundiendo sus raíces en esa "América del Destino Manifiesto" que ya hace más de un siglo aspiraba a la hegemonía en nombre de Dios y de la Nación Americana.
En ese contexto histórico y político, que nada tiene que ver obviamente con el esfuerzo de Franklin Rooselvelt y los políticos progresistas que le rodearon por derrotar militarmente la agresión fascista, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki no fueron instrumentos usados para ahorrar vidas (como cínicamente aseguraron entonces la Administración Truman y sus secuaces militares y civiles), poniendo fin mediante ellas a la guerra, sino un modo de demostrar al mundo y especialmente a la entonces pronto potencia rival en la lucha por la hegemonía mundial, la Unión Soviética, que los EEUU poseían "El Arma Definitiva". La bomba atómica pondría fin a las guerras, bien por destrucción total del enemigo o por crearle tal terror que su rendición sería inmediata. Sólo unos años más tarde, a principios de los cincuenta, el general McArthur reclamaría al gobierno su utilización contra Corea del Norte durante la guerra coreana (de hecho, se ha afirmado que tanto en Corea como en Vietnam los EEUU usaron bombas atómicas de baja potencia), pero entonces la URSS ya tenía también la bomba atómica y su plan fue rechazado.
El sufrimiento y la muerte que un seis de agosto de 1945 descendió sobre Hiroshima y tres días más tarde sobre Nagasaki, permanecen así no sólo en el recuerdo de quienes vivieron aquellos días o hemos sabido después de ellos, sino que adquieren una extraordinaria vigencia en un momento de la Historia en el que las Furias del Infierno andan sueltas por las ciudades occidentales, mientras los ejércitos cruzados de Dios y de Wall Street dicen cazarlas a bombazos en las orillas de dos ríos que vieron nacer las primeras civilizaciones humanas.
Hiroshima, hoy, es Bagdad.
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