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El rallye Barcelona-Dakar siembra arrogancia y muerte en el norte de Africa

Acaba de concluir el rallye Barcelona-Dakar, la competición automovilística que antaño comenzaba en París y en las últimas ediciones lo ha ido haciendo en diferentes ciudades francesas y españolas. El balance ha sido, un año más, trágico; según fuentes oficiales, en la presente edición la carrera ha provocado la muerte de cinco personas: dos pilotos participantes y tres nativos africanos atropellados, uno de ellos una niña de cinco años. Los fallecidos se unen a la larga lista de muertos ocasionados por esta estúpida competición a lo largo de las dos décadas de su existencia.

 

Aparte de las muertes provocadas, queda un año más el ejercicio de prepotencia y arrogancia occidentales desplegado en un escenario como el norteafricano, tan falto incluso de los recursos más elementales para la superviviencia de sus habitantes. La exhibición de potencia tecnológica y logística y la cobertura mediática mundial de que goza el evento, avivan el contraste con esa realidad hasta hacerlo realmente espectacular. Hombres y máquinas como venidos de otro planeta, desfilan ante los atónitos ojos de una gente que tiene serios problemas para llevarse algo a la boca todos los días. El desequilibrio entre invasores e invadidos no puede ser mayor.

El desprecio hacia los africanos es tal que hasta no hace mucho la ruta del rallye atravesaba poblados indígenas, de manera que adultos y niños nativos han muerto arrollados a la puerta de su casa. Todavía hoy, como hemos visto, siguen muriendo atropellados, en países donde no existen carreteras convencionales.

 

Para mayor contradicción con el discurso políticamente correcto, la carrera tuvo su inicio triunfal en Barcelona a los pocos meses de haberse celebrado allí la Semana de la Movilidad (heredera este año del Día sin Coches), promovida por las mismas autoridades locales que ahora unieron la imagen de la ciudad al rallye. La salida efectiva de la carrera desde Castelldefels provocó tal colapso en las vías de acceso a esa población, próxima a Barcelona, que las autoridades locales barcelonesas tuvieron que recomendar a las decenas de miles de personas que seguían afluyendo al lugar del evento que usaran el transporte público para llegar. Naturalmente, muy pocos les hicieron caso.

 

Esta contradicción flagrante de los poderes públicos, que propagan un discurso que dice defender la "movilidad sostenible" pero que en la práctica ceden por razones de imagen ante la exaltación épica del vehículo privado a motor, nace evidentemente del cálculo político: el rallye goza de una inmensa popularidad, y se trata de explotarla en beneficio propio. Tal es el interés, que desde que la competición dejó de salir de París, la organización del rallye, una empresa privada francesa, lleva a cabo una especie de subasta entre las ciudades interesadas en ser punto de inicio de la carrera.

 Para dulcificar todo esto, desde hace algunos años se han creado "caravanas solidarias" que, tras la celebración de cada edición de la carrera, intentan mitigar las críticas llevando alimentos y ayuda en general a las poblaciones atravesadas por el rallye. Pura pornografía de la caridad, Domund laico, que añade paternalismo al carácter casi colonialista de la competición. 

En conclusión, y tras las desgracias acumuladas este año, parece evidente que este circo debe suprimirse de una vez. Y que en todo caso, si los intereses mercantiles continúan propiciando su continuidad, no debe volver a pasar por Barcelona; y aún mucho menos, tener otra vez en ella su punto de partida. No debería asociarse de nuevo el nombre de la ciudad a este absurdo y probablemente criminal evento.

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