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Jules Verne y Hans Christian Andersen: centenarios de dos grandes escritores socialistas

Entre las celebraciones culturales que han ido salpicando este 2005, se cuentan los centenarios de dos figuras destacadas de la literatura universal de todos los tiempos. Los dos tienen en común que sus respectivas obras continúan plenamente vigentes y son especialmente apreciadas por los más jóvenes, a pesar de ser hijos del siglo XIX. Además, ambos profesaron ideas socialistas, y en sus respectivos países son considerados hoy día como verdaderos símbolos nacionales. Se trata de Jules Verne y de Hans Christian Andersen.

 

Algo más que tienen en común, por cierto, Verne y Andersen es el modo en que en sus centenarios han pasado en España desapercibidos y casi huérfanos de actos oficiales, a pesar de que el primero tiene en este país y desde hace mucho tiempo su más importante contingente de lectores después de Francia, y que el segundo, un enamorado de España, escribiera un delicioso libro de viajes por el país que todavía puede encontrarse en algunas librerías.

 

Jules Verne (o Julio Verne, como se le conoce popularmente en España y en la América hispana), nació en Nantes, Francia, en 1828 y falleció en Amiens en 1905. Conmemoramos pues el centenario de su fallecimiento. Como personaje y como literato, Verne es probablemente uno de los arquetipos más depurados de los escritores del siglo XIX. Apasionado por la geografía, los viajes y la ciencia, Julio Verne fue un trabajador incansable que nos legó docenas de novelas. En ellas se retrata a la perfección cómo se fue completando el descubrimiento del mundo a lo largo del siglo XIX (los Polos, Africa, las islas del Pacífico…), y cómo la Revolución Industrial y los avances de la tecnología iban transformando el presente y preparaban un futuro insospechado para sus contemporáneos, futuro que Verne intuyó desde su primera novela (que curiosamente ha sido la última en publicarse, casi un siglo después de su muerte): “París en el siglo XX”.

 

Lo curioso del caso es que Verne apenas salió de la ciudad de Amiens, a la que se trasladó después de casarse y donde residió hasta su muerte, salvo durante un breve período de su vida, entre 1879 y 1886, cuando se compró un pequeño yate y viajó por el Meditérráneo, el mar del Norte y el Báltico, y también por Gran Bretaña e Irlanda. Todos sus conocimientos los allegó en la biblioteca pública local, de la cual al parecer llegaron a darle las llaves para que cerrara él mismo por las noches cuando decidiera marcharse.

 

En cada una de las novelas de Julio Verne hay un potente trabajo previo de documentación, que le permitía escribir con soltura acerca de logros científicos de su época y pronosticar otros que no aparecerían sino en el siglo XX. Cohetes espaciales, submarinos, helicópteros, misiles dirigidos e imágenes en movimiento, poblaron sus novelas antes de que fueran siquiera soñados por otros.

 

Hijo de un abogado provinciano, católico y reaccionario, Verne evolucionó rápidamente desde el conservadurismo de su juventud hacia posiciones políticas propias de un socialista utópico –en la definición académica del término-, en coherencia con su entusiasmo por la idea del progreso indefinido y los avances técnicos y científicos, y en sintonía con las concepciones más avanzadas del positivismo burgués del XIX; incluso parece que hacia el final de su vida defendió posiciones propias del socialismo revolucionario.

 

Por lo demás, en muchas de sus obras se puede constatar una fuerte simpatía por las minorías y los pueblos oprimidos, y en general, por todos aquellos que en su tiempo luchaban por la libertad. Verne fue, por ejemplo, admirador de Abraham Lincoln y defensor de la causa de los Estados del Norte durante la guerra de Secesión; el arranque de “La isla misteriosa” es precisamente la fuga en globo de un grupo de prisioneros nordistas –que protagonizarán la novela como casi únicos personajes- desde un campo de detención confederado.

 

Mi relación con Julio Verne comenzó muy pronto. De hecho, “20.000 leguas de viaje submarino” fue el segundo libro que leí en mi vida, a los cinco años (el primero fue “Ben Hur”, y me lo regalaron junto con la novela de Verne; aún conservo ambos). Era una edición para niños, resumida, ilustrada con unas estupendas láminas a una tinta, y publicada en los años cincuenta. A partir de ahí y en los años siguientes devoré los títulos de Verne publicados por Editorial Molino: “Dos años de vacaciones”, “La isla misteriosa”, “El secreto de Wilhem Storitz”, “Los hijos del capitán Grant”, “Miguel Strogoff”, “Cinco semanas en globo”, “Las aventuras del capitán Hatteras”, “Las tribulaciones de un chino en la China”, y otros títulos que no he vuelto a leer desde la adolescencia pero cuyos ejemplares conservo con cariño.

 

Haciendo una selección personal, destacaría “La isla misteriosa” como la novela de Verne que más me impactó (en ella se construye una pequeña sociedad igualitaria basada en la amistad y el trabajo, y finalizan las aventuras del capitán Nemo y su Nautilus); “Las aventuras del capitán Hatteras” (la lucha enfebrecida de un marino por encontrar el mítico paso del Norte), como la más inquietante de todas las que leí; “Los hijos del capitán Grant” (esa vuelta al mundo a todo lujo en pos de una buena causa), como la que me hubiera gustado vivir en persona; y “La misión Barsac” (una alucinante anticipación del nazismo), que fue la que me descubrió por vez primera la maldad humana como una realidad dolorosa y de enorme potencia.

 

El escritor danés Hans Christian Andersen nació en Odense, 1805, y murió en Copenhague en 1875. Estamos celebrando, por tanto, el bicentenario de su natalicio, que se produjo en el seno de una familia muy pobre y con numerosos problemas de todo tipo. Las dificultades que vivió en su infancia marcaron a Andersen para siempre, e hicieron de él un socialista convencido. Su padre fue zapatero remendón, y al parecer tenía una concepción roussoniana de la sociedad y las relaciones humanas; fue él quien introdujo al niño Hans Christian en el mundo de los cuentos trasmitidos por tradición oral, y también en la lectura de clásicos como “las mil y una noches”. Fallecido su padre a los 34 años, su madre, una mujer zafia e inculta, se casó con otro zapatero y puso pronto a trabajar a su hijo en una fábrica textil.

 

Tras la muerte de su madre, y teniendo sólo 14 años, Andersen abandona su ciudad natal y va a Copenhague, buscando introducirse en el mundo del teatro, que le atraía desde muy niño. En la capital danesa Hans Christian pasó frío y hambre, trabajó en mil oficios y finalmente consiguió una beca para asistir a una escuela. En esa época de formación comenzó a escribir cuentos que luego leía a los niños, y se desarrolló en el su fuerte vocación de escritor.

 

El éxito le acompañó pronto de tal manera, que en vida se hizo inmensamente popular en toda Europa. Su fórmula al escribir se basaba en combinar sabiamente tradición oral y un tratamiento literario de gran calidad; su público seguidor se halló desde el principio tanto entre los salones de reyes e intelectuales como en los barrios más pobres de su país primero, y luego de todo el continente europeo.

 

En los cuentos de H. C. Andersen se aúnan una ternura limpia y emocionante pero nada edulcorada, y una fuerte carga de crítica social que desvela las injusticias del mundo que le tocó vivir y que, por desgracia, siguen perviviendo en toda su crudeza: en “El patito feo”, por ejemplo, parece que Andersen reflejó su propia experiencia de niño pobre, feo y desgarbado; el “soldadito de plomo” narra la maravillosa historia de amor entre el soldadito discapacitado y la bella bailarina; en “El traje nuevo del emperador”, arremete contra el Poder y sobre todo contra sus serviles lacayos; pero es quizá “La pequeña cerillera” el cuento que mejor expresa el mundo interior de Andersen, su amor por los pobres y los indefensos y su ferocidad contra esa misma “alta sociedad” que, rendida por el talento del escritor, le abrió a él sus puertas de par en par, pero permitía al tiempo que los niños de las clases “bajas” murieran de frío en la calle.

 

La grandeza humana de Verne y Andersen es pues, como mínimo, igual a su grandeza como escritores. Ambos fueron dos socialistas que con su pluma y sus ideas han contribuido a construir el imaginario de tantos lectores, a los que sin duda sus libros además de entretenernos también nos hicieron mejores; me atrevería a decir que en el futuro ambos seguirán jugando ese mismo papel por mucho tiempo en relación a los lectores infantiles y juveniles de las generaciones venideras.

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