Un cocodrilo entre fieras
Ópera: «Giulio Cesare», de G.F. Händel23, 25, 26 y 27 de julio de 2004
Gran Teatre del Liceu, Barcelona
Ya sabemos que el Liceu de Barcelona no es precisamente el Nou Camp de la ópera sino más bien un campito apañado, muy coquetón eso sí -una cosa como el Estadi Olímpic de Montjuïc, para entendernos-, y que las plantillas que juegan sobre su escenario temporada tras temporada son más asimilables al vestuario del Espanyol que al del Barça: gente pulida, alguno hasta talentoso, pero ni una sola figura real.
Es lógico pues que los espectáculos que ofrece el Liceu no sean precisamente los que montan la Scala de Milán o las óperas parisinas. La programación liceística no suele deparar grandes eventos, y solo rebuscando mucho se encuentra algo que salga de la «aurea mediocritas».
Así que cuando, en plena canícula, el aficionado o el simple curioso deciden darse un garbeo por el llamado templo de la lírica barcelonesa a ver que ponen, no se sorprende demasiado al darse de bruces con una ópera barroca.
Sabemos que la ópera barroca tiene sólida fama de peñazo, en general bien merecida. Se las teme por largas, rimbombantes, cursis y más aburridas que un discurso de Aznar.
El «Giulio Cesare» de Händel no escapa en principio a esa fama popular. Sus casi cuatro horas y media de duración asustan de entrada. Y más todavía cuando te enteras de que la versión que presentan es en realidad un refrito de obras de Händel articulado en torno al esqueleto de esta ópera. Por lo demás, el argumento está más visto que el tebeo (aunque siga teniendo su aquél), casi todos los cantantes son de la casa como los vinos en los restaurantes de medio pelo, la escenografía de tan austera es casi inexistente (un pedrusco plano en plan piedra Rosetta y un espejo cenital durante casi toda la función), y el vestuario sigue las extravagancias de la moda actual en sastrería operística (los romanos vestidos de nazis, los egipcios de árabe beduino, César de César de Asterix, Tolomeo de explorador británico y las mujeres a la moda del XVIII).
Y sin embargo, esta es una función que deja buen sabor de boca.
Se nota en su ejecución un esfuerzo colectivo por gustar y hacerlo bien. El tono general está muy conseguido, alternando de modo natural momentos dramáticos y otros chuscos o incluso francamente divertidos sin que chirríe el espectáculo. Hay secuencias de grandísima altura operística, como un par de arias espléndidamente cantadas e interpretadas, y movimientos en escena de muy buena calidad teatral. El momento más bello quizá sea el final del segundo acto, cuando Cleopatra canta su tristeza por la supuesta muerte de César mientras los soldados romanos van llevándose pieza a pieza esa especie de laberinto en el que se ha desarrollado parte del acto hasta dejar el escenario vacío, en una metáfora hiperbólica acertadísima del despojo de la cultura egipcia.
Sobra minutaje, es obvio, y sobran añadidos, subrayados, morosidades y también algunos efectismos. Pero ya puestos a jugar al «recorta, pega y actualiza una ópera», si algunos fragmentos de este «Giulio Cesare» fueran recortados y ensemblados en un espectáculo de pongamos hora y media, conformarían un agradabilísimo espectáculo veraniego de esos que se hacen al aire libre y atraen multitudes. Porque la música de Händel está aquí bien presente, maravillosa (subyugante y pegadizo ese tema que recorre toda la obra, brotando en los momentos oportunos para remarcar la continuidad de la acción), y al final, los problemas que aborda –y que el telepronter sobre el escenario permite conocer: un monumento merece quien tuvo la ocurrencia de instalarlo-son de lo más contemporáneo: pasiones, odio, venganzas, amoríos, y la lucha por el poder como obsesivo telón de fondo. Sin olvidar el tratamiento desenfadado, con un pie en la tragedia y el otro en la bufonada.
El elenco cumple, en líneas generales. Merece destacarse el trabajo del actor que da vida a ese cocodrilo que se arrastra por el escenario, representando el Egipto eterno y su continuidad histórica. Un cocodrilo rodeado de fieras que luchan a muerte entre ellas y confunden sus apetitos con los intereses de sus países respectivos. Un cocodrilo tierno y desvalido, en suma, como el propio Egipto.
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