El modelo sueco y España
Apenas unos días pasados en Estocolmo me han hecho llegar a la conclusión de que si el modelo sueco de economía capitalista cogestionada está en crisis, bendita sea esa crisis y ojalá llegue pronto a España.
Reconozco que hasta ahora mi visión del tema era puramente libresca y basada en datos estadísticos y, si se quiere, en valoraciones ajenas mejor o peor intencionadas. No es que haya regresado de mi breve experiencia sueca convertido a la socialdemocracia escandinava; nunca fui socialdemócrata, y la evolución del mundo moderno me confirma la justeza de mi posición. Sigo pensando que el modelo socialdemócrata está hoy agotado como tal, más que nada porque quienes lo pensaron no quisieron desde un principio sobrepasar un cierto límite: una vez alcanzaron la raya más allá de la cual se pone en cuestión la continuidad del sistema capitalista, ahí se quedaron.
Cómo Escandinavia entera -que a fines del siglo XIX contaba con una de las poblaciones con las condiciones de vida más miserables que había en Europa, abatida desde el origen de los tiempos por el hambre y la emigración-, se ha convertido en la zona del mundo con mayor calidad de vida, tiene una sola explicación: bastó aplicar de manera sostenida algunos sencillos principios socialistas, sin necesidad siquiera de cuestionar seriamente el sistema de producción capitalista vigente, para que el milagro se produjera de modo natural.
Cabe preguntarse entonces qué resultados se habrían llegado a obtener si en vez de aplicar sólo algunas recetas redistributivas propias del socialismo, los escandinavos en general y los suecos en particular hubieran decidido avanzar de manera resuelta en la construcción del socialismo cuando estaban a tiempo de hacerlo.
En esas condiciones, al autolimitarse de tal modo, una vez se ha tocado techo más tarde o más temprano llega el momento en que sólo se puede ir hacia abajo, que es en definitiva lo que les está sucediendo a los suecos desde los años setenta, aunque sea de un modo tan suave que resulta apenas perceptible para el ocasional observador extranjero.
Ahora dicen que les falta financiación para sostener todo el entremado en pie. Yo creo que más bien lo que les falta es capacidad para seguir manteniendo el pulso dialéctico entre clases, resuelto hasta hace unos años en un punto de equilibrio entre las necesidades objetivas de la población y aquello que los capitalistas estaban dispuestos a ceder.
De todos modos, de momento los suecos le han sacado tres cuartos de siglo de rendimiento a la situación, lo cual no es ninguna tontería. Y además, es seguro que la cosa va a continuar durante tiempo.
El secreto del modelo sueco, inspirador del resto de escandinavos, con todo, no reside sólo en la oportunidad de las recetas –sí, recetas- de corte socialista aplicadas: previamente hubo que negociar su implantación, y una parte del éxito se debió sin duda al tipo de gente que había al otro lado de la mesa. Eran los años veinte del pasado siglo cuando los sindicatos y la izquierda política suecas advertían a los patronos de que o compartían plusvalías con los trabajadores que explotaban o pronto todo iba a saltar por los aires, en un estallido mucho peor que el que acababa de producirse en la cercana Rusia zarista. De modo aún más gráfico, en la España de aquellos mismos años el ingeniero Manuel Llaneza –fundador del sindicalismo minero asturiano- preguntaba a los patronos del sector, renuentes a negociar, dónde querían que los obreros pusieran la dinamita: en el tajo de las minas o en sus palacetes.
Las respuestas obtenidas fueron, evidentemente, diferentes: mientras que la burguesía sueca se avino a ceder una parte de los beneficios a cambio de mantener lo esencial del sistema, la española simplemente llamó primero a la Guardia Civil y, en 1936, directamente al Ejército. Sin duda, dos modos de reaccionar muy alejados, que han marcado de modo profundo y distinto la historia de estos dos países.
En suma, lo fundamental del problema que ha representado el finisecular atraso español radica precisamente en la asilvestrada derecha que nos ha tocado en desgracia.
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