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Ciudadana Leonor de Borbón

Recién nacida la hija primogénita de Felipe de Borbón, heredero de la Corona de España, ya hay un ejército de “creadores de opinión” lanzados a especular sobre las consecuencias político-jurídicas que tendrá su nacimiento, al tiempo que se nos bombardea con muestras de adhesión a la institución monárquica a cual más empalagosamente lisonjera, en ocasiones entrando de lleno en los terrenos del ridículo (como cuando se refieren a una criatura que acaba de cumplir 24 horas como “doña Leonor”).

Supuestamente, esta Leonor está destinada a suceder como reina a su padre Felipe. La verdad es que esta resulta una previsión como mínimo aventurada.

La monarquía en este país es una institución colada por la puerta de atrás en la Constitución de 1978. Indefectiblemente, algún día habrá que reformar ésta o elaborar una nueva más acorde con los tiempos. Más que nada porque a estas alturas, cualquier persona con uso de razón tiene derecho a plantearse por qué en España ha de ser hereditario el cargo de jefe del Estado –que no otra cosa es un rey en una democracia parlamentaria-, pasando de padres a hijos como si de un reloj de pulsera se tratara. Nadie en sus cabales sostiene hoy que el hijo de un médico deba heredar la profesión y el despacho de su padre, o que un bombero haya de ser sucedido en su puesto de trabajo por su primogénito; la idea de que el “derecho a reinar” se transmite en razón de los genes está tan fuera de época que mueve a la sonrisa.

 

Los reyes europeos antaño se decían “por derecho divino”. En realidad, ni siquiera en los tiempos obscuros de la Edad Media la gente les creía ese derecho: “Cuando Adán labraba la tierra y Eva hilaba en casa, ¿quién era entonces el rey y quién el caballero?”, proclamaban los campesinos rebeldes durante la “Jacquerie” francesa, nada menos que en el siglo XIV. Cuatrocientos años después la Ilustración y sus cristalizaciones políticas, las revoluciones Americana y Francesa, acabaron definitivamente con ese mito.

 

Nadie en su sano juicio sostiene hoy día ese principio legitimador, al menos en Europa, y por tanto se han buscado artificios legales para intentar legitimar la monarquía; artificios que normalmente apelan a una especie de pacto entre la ciudadanía y las personas que encarnan la institución monárquica, acuerdo que en todo caso en España no tuvo lugar en su momento, cuando Juan Carlos I accedió al trono tras la muerte del general Franco, quien le había designado su sucesor “a título de rey” (sic). Una mancha de origen que quiere limpiarse magnificando el papel del monarca español durante la Transición democrática, o presentándole como el valladar ante el que se estrellaron el golpe de Estado militar del 23 de febrero de 1981 y el autogolpe del gobierno Aznar del 13 de marzo de 2005.

 

En todo caso, y aunque esos servicios prestados fueran reales al ciento por ciento, es lícito plantear que en algún momento el pueblo español deberá manifestarse sobre asunto tan fundamental, y zanjar de una vez un asunto que no puede permanecer abierto por los siglos de los siglos, que es lo que al parecer se pretende, probablemente por miedo al resultado de una consulta popular en la que la opción fuera elegir entre monarquía o república.

 

Actualmente los reyes y reinas europeos son “monarcas constitucionales”, seguramente porque no les queda otro remedio. Ya ni siquiera el Emperador japonés insiste en ser un dios encarnado, como lo hicieron todos sus antepasados incluido su padre y antecesor. Al cabo, en España sabemos que Juan Carlos de Borbón (o cualquier otro monarca) es un ser humano corriente: cuando hace unos años se estrelló contra un cristal sangró abundante sangre roja, en el entierro de su padre lloró como cualquier hijo que se queda huérfano, y cuando una vez le insultaron en la calle se le disparó el dedo medio en un gesto inequívoco; reacciones propias del más común de los mortales, que es lo que son él, sus hijos y sus nietos, como lo han sido sus antecesores y lo serán sus sucesores en el cargo si los tiene: hombres y mujeres de carne y hueso.

 

Hace unas horas ha nacido una criatura que según la cuidadosa planificación del régimen monárquico deberá suceder en el trono a su padre, el hoy príncipe Felipe de Borbón. Hoy por hoy semejante pretensión es más un deseo voluntarioso que un anticipo de algo que inexorablemente deberá cumplirse. ¿Quién puede saber cómo será la España de dentro de cuarenta o cincuenta años, cuando Leonor, atendiendo a la lógica biológica, debería reinar? ¿Existirá entonces la monarquía? ¿Existirá España? “Cuán largo me lo fiáis”, como respondió Don Juan al espectro del Comendador…

 

El primer obstáculo para que Leonor llegue a ser reina radica en su propia condición de mujer. La Ley Sálica, implantada por cierto por el primer Borbón español, Felipe V, excluye a las mujeres del trono; a esta ley hay que agradecerle, entre otros desastres, las tres guerras carlistas del siglo XIX. El mecanismo para liquidar esa limitación no es precisamente sencillo, y exige modificar la Constitución. Al final del proceso hay obligatoriamente un referéndum popular de ratificación, sobre el cual Juan Carlos parece haber manifestado su temor de que pudiera convertirse en un plebiscito contrario a la institución monárquica; el hombre no tendría ninguna prisa por meterse en ese jardín.

 

El caso es que mientras se mantenga la situación actual, Leonor corre el riesgo de que si le nace un hermano antes de la derogación de esa preferencia por los varones en la línea dinástica, éste pudiera arrebatarle o al menos reclamar sus “derechos” al trono. Un lío de familia que podría tener muy feas consecuencias para todos.

 

Por otra parte, en el momento en que se derogue formalmente la prelación del varón sobre la hembra en la sucesión real, las dos hermanas mayores de Felipe, príncipe heredero y padre de Leonor, se hallarían en condiciones de reclamar para sí o para sus descendientes la Corona de España. La historia está llena de guerras y sufrimientos para el pueblo español ocasionados por esta clase de enfrentamientos en el seno de la familia real.

 

Por lo demás, la derogación de la preferencia de los varones sobre las hembras en la sucesión monárquica suele argumentarse con cierta candidez como un “avance” en la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, cuando en realidad es un elemento que viene a ratificar una situación esencialmente discriminatoria contra el conjunto de los españoles, al ratificar el derecho de una única familia al monopolio sobre la ostentación de la jefatura del Estado, excluyendo a todos los demás ciudadanos (mujeres incluidas) de esa posibilidad. Algo radicalmente contrario a los principios de igualdad y equidad entre todos los españoles establecidos por la propia Constitución española de 1978.

 

En suma, la monarquía española comienza a ser un régimen con un futuro y casi un presente lleno de interrogantes. Si el pacto de Estado entre todas las fuerzas políticas con el que se selló el 23-F preveía, entre otros acuerdos y en razón de las especiales circunstancias que se vivieron aquellos días, no cuestionar la forma monárquica del régimen político español al menos mientras viva Juan Carlos de Borbón, nada hace presumir que ese pacto no deba tener fecha de caducidad y pueda ser usado indefinidamente como freno a las legítimas aspiraciones de un pueblo que, siempre que se lo han permitido, se ha manifestado como republicano.

 

Llegará el día en que la ciudadana española Leonor de Borbón podrá optar, si es su deseo y obtiene el apoyo popular suficiente, a presidir su país. En todo caso, su derecho a optar a ése puesto valdrá entonces lo mismo que el de otro ciudadano cualquiera.

 

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